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P R E G Ó N
De orden del señor Alcalde, ¡oíd!, ¡oíd!, Excelentísimas autoridades, queridos paisanos y personas todas que me escucháis, este Pregón de la Semana Santa de Antequera. De una Ciudad que nunca fue metrópoli, ni cabeza de provincia, pero que nada tiene que envidiarlas en su fama; que siempre el sol de la Historia, el de las gloriosas hazañas, salió por Antequera; por la Antequera cristiana y de la Reconquista. Porque Antequera, a pesar de su ilustre prosapia prehistórica, de la cual Cueva de Menga y Necrópolis del Romeral son pétreos testigos; a pesar de una Antiquaria o Singilia romana y de una fortaleza árabe, Antequera, sólo adviene persona, sólo adquiere carácter, estilo y justificación, por el relevante papel que desempeñara en una de las tres grandes misiones universales que tuviera España en la Historia: la defensa de la Cristiandad frente al Islam. Que en la Historia, la prioridad cronológica no engendra ya, por sí sola, filiación.
Todo el ser histórico de Antequera, y por consiguiente, la clave también del sentido de sus procesiones, está ahí, en haber sido pieza esencial en el logro de la unidad católica de España, en esa encrucijada geopolítica entre Córdoba, Málaga y Granada.
Fue, pues, el antequerano, un catolicismo combatiente, de Cruzada. (Y Menéndez Pidal acaba de demostrar una vez más, en su recientísimo artículo sobre la idea española del imperio - contra erróneas interpretaciones -que aunque envuelto en carne de intereses seculares y nervio de complejos políticos de poder, el esqueleto de toda la Reconquista, fue ya muy claramente, desde su inicio, el de misión y cruzada religiosa). Y en esta, no le cupo a Antequera, la menos peligrosa o la más sosegada de las tareas. Por ello exclamara, con toda justeza, uno de su más ilustres hijos: don Pedro de Espinosa, Capellán del Duque de Medina Sidonia, Rector del Colegio de San Ildefonso y autor de la sin par “Fábula del Genil”, en su “Panegírico a Antequera”: “Jamás supo el miedo por donde iba Antequera. Siempre fuiste más conocida por invencible que por tu nombre. Los caminos estaban saneados con tu respeto de los mal nacidos árabes, a quien más defendía en la fuga la desnudez que las armas. Estabas en peligro tan encarecido, que en tierra de cristianos no se atrevían (con dudosa elección) a contarte entre muerto ni vivos, como a navegante. Cuando querían encarecer que uno era para poco, arrimaban en Castilla este adagio a la presunción: ¡qué hombre vos para Antequera!. No comías otra cosa que el fruto de tus palmas. Tu arado y mercancía era la lanza. Sólo Marte servía los oficios de Mercurio, Ceres y Baco. Ahora en la caza. Así volvías cada día de la pelea como de tu hacienda... No tenía otra moneda que trocar sino moros, ni otros vestidos que los que tejían y quitabas a Granada, Alhama, Loxa, Archidona, Málaga, Lucena, Ronda y a la otra infinidad de lugares de tus fronteras. No tenías otro alimento que el que cultivaban sus campos”.
La primera procesión antequerana fue, por ello, una procesión militar. A la falda del Cerro de la Vera Cruz, entre Levante y Norte de Antequera, estableció el Infante don Fernando sus reales para el sitio de la ciudad, en la llanura del actual coso de San Francisco. Cierto día memorable, descolgose la morisma granadina, que venía en auxilio de los sitiados, por la Boca del Asno, cortijo del Gallombal y Escaleruelas abajo, derramándose sobre alturas y llanuras circundantes. El ejército cristiano “ya había subido a los cerros del combate y enfilándose en sus espaciosas cumbres se dirigía al Portichuelo con un orden inalterable, conduciendo en el centro, con aparato majestuoso, a la Virgen de la Esperanza, que según tradición es la misma que hoy se venera en la Santa Iglesia Colegial”. Asistidos por la divina Señora, pronto y sin gran resistencia, marlotas y alquiceles huían, cual blancos vilanos arrebatados por el solano, camino de la fragosa sierra “y al hacer el Infante la reseña de su gente vió, no sin asombro, que sólo le faltaba ciento veinte soldados, al paso que el estrago de los enemigos había sido espantoso, pues todo el camino de la Escaleruela y la garganta de la Sierra estaban sembrados de cadáveres; y después se averiguó que había tenido de baja el ejército granadino, quince mil hombres”. La caída de Antequera era ya sólo cuestión de tiempo.
La segunda, fue una procesión de victoria y acción de gracias. “El primero de Octubre de 1.410, congregados en el real por disposición del Infante todos los grandes señores, capitanes, ricos-hombres, eclesiásticos y demás personas de distinción” - cuenta el historiador de Antequera, P. Cristóbal Fernández – “salieron en forma de procesión para consagrar la mezquita que tenían los moros dentro del castillo. Los clérigos y regulares llevaban cruces y reliquias de los santos mártires para mayor solemnidad del acto y por ser requisitos indispensables para la ceremonia. Rompían la marcha los pendones de la cruzada, Santiago y San Isidoro, la bandera de las armas del regente y el estandarte de su divisa, y seguían detrás aquellos héroes esclarecidos” -cuyos nombres conocemos por el romance de Orbaneja y el poema heroico del asalto de Antequera de don Rodrigo de Carvajal, impreso en América: Los Narváez, los Chacones, los Rojas, los Parejas, los Morenos, los Ortegas, los Rosales, los Cabreras, los Ruices, los Blázquez, los Casasolas, los Arellanos, los Riveras, los Santaellas y los Cabellos- “con la más profunda reverencia y tierna devoción, divididos en dos alas y presididos por su ilustre y virtuoso caudillo”.
Comienza así la vida cristiana de Antequera; isla ante cuyos acantilados en vano se estrella el furioso oleaje de la mar muslímica que la ciñe. Abandonada a sus propias fuerzas, destituida de los socorros de sus soberanos, considerando estos la cruel posición en la que se hallaban colocados sus defensores, mandáronles abandonar la plaza y acogerse al seguro de Écija y de Córdoba. Pero los antequeranos, fiados en la protección de la Virgen y no dando oídos más que a su propio valor, contestáronle a don Juan II, que no entrarían en ella los infieles a no ser que pasasen sobre sus cadáveres. Y no entraron. Aún a costa de tener que guarnecer sus murallas, como ocurriera después del desastre de la Peña de los Enamorados, con sus bellas mujeres, tan hermosas - antaño cual hogaño -que bien pudieran permitirse el lujo de ser necias, y tan discretas- pese al refrán de la montera- que bien pudieran sin mengua, ser feas. Con las armas en la mano, nacen, pues, las procesiones antequeranas. Como símbolo de la fe, oración y penitencia colectivas frente a la herejía protestante, adquieren su forma actual. En efecto, aunque se celebrasen procesiones en todos los pueblos de la antigüedad de una cierta civilización, aunque las cristianas pudieran tener muy bien sus precedentes en las del Antiguo Testamento, como aquella procesión del Arca alrededor de las murallas de Jericó o derivar de la espiritualización de antiguas procesiones romanas al conducir los cuerpos de los mártires a su sepulcro, como nos relatan, en el siglo IV, San Basilio para Oriente y San Ambrosio para Occidente, en las primeras menciones escritas de procesiones cristianas; aunque existiesen en España, ya desde principios del XV, Cofradías como la de la “Purísima Sangre” fundada en Barcelona por San Vicente Ferrer, por cuya mediación alcanzara el trono el de Antequera; fue tan sólo en los siglos XVI y XVII, por lo menos en Andalucía, cuando adquirieron su máximo apogeo.
Se ha dicho, que la explicación del fenómeno de este florecer de las Cofradías y de sus procesiones de penitencia hay que buscarlas en el triunfo de la cultura del barroco que, frente a la economía y a la razón, frente al estilo de las formas que pesan, de lo clásico; es todo música y pasión, formas que vuelan danzando su danza. Cierto, que nuestras procesiones se vistieron con ropajes y adquirieron ritmos barrocos, que aún conservan; pero su razón de ser es mucho más profunda: es religiosa. El protestantismo quiso fundar convencionalmente la religión del espíritu, eliminando lo material y sensible al falsear una frase bíblica. Sin culto, ni símbolos, ni Liturgia, ni manifestaciones externas, la Reforma abolió en todos los países en que dominara, las procesiones. Frente a ella, la ingente cristalización del saber teológico español que es el Concilio de Trento, no sólo aprueba la antigua y universal costumbre de las procesiones, sino que anatematiza a los que dijeran que no debían celebrarse. ¿ Qué de extraño, pues, que en el país que fuera escudo, espada y paradigma de la Contra-Reforma, floreciera esta forma de oración pública colectiva?.
Porque las procesiones son eso: frente a la oración individual y secreta, culto público y colectivo, plegarias unánimes del pueblo en que aparecen triunfal y fraternalmente unidos clero y seglares; en que frente a la piedad sin jugo del individualismo, que había introducido la atomización en el Reino de Cristo y concebido a la Iglesia, a lo sumo, como una burocracia que administra lo espiritual, se torna al cálido regazo de la gran comunidad de los fieles, que han de estar unidos como el sarmiento a la vid a la Santa Madre Iglesia: en que no predomina el yo, sino el nosotros, sin mengua de lo que aquel le es debido; porque la Iglesia es una comunidad orgánica y jerárquica, con un mismo espíritu y en cierto sentido con un mismo Cuerpo, uno, indiviso y visible: “Corpus Chistis Mysticum”; radicalmente ordenado a Dios y que en Cristo y por Cristo encuentra su cohesión y su integración, ya que Nuestro Señor, cuya pasión por redimirnos conmemoramos estos días, es su Fundador, su Cabeza, su Sustentador y su Salvador.
Y si esto son, en lo genérico, las procesiones de la Semana Santa de Antequera, ¿ qué es, ahora, lo que las individualiza y concreta?.
En primer lugar su tipología social. Durante cuatro siglos, toda la historia de Antequera - y también, en lo temporal, sus procesiones - ha de interpretarse en torno a la rivalidad de las familias de dos de sus más ilustres conquistadores, don Rodrigo de Narváez, su primer Alcaide, y don Gonzalo de Chacón, su primer Aguacil Mayor, rivalidad que ya comenzara a manifestarse al día siguiente de la conquista, en la elección del santo patrono de la ciudad, que al no lograrse acuerdo entre ellos, hubo de decidirse por sorteo entre los cinco santos que la Iglesia conmemora el 16 de Septiembre, día de la reconquista; saliendo por tres veces continuadas el nombre de Santa Eufemia. Pues bien, es el caso, que en el lugar donde estuvo la Ermita del Portichuelo del terciario franciscano Fray Martín de las Cruces, éste, que ya había edificado la Iglesia de los Remedios de las Suertes, edificó el Colegio e Iglesia de Santa María de Jesús, donde en 1.586 se constituyó la “Cofradía del Dulce Nombre de Jesús contra los juramentos y blasfemias”, que hacía anualmente su estación a la Ermita del cerro de la Cruz, sacando la imagen de Jesús en procesión el Viernes Santo. Mas luego que se establecieron los Padre dominicos en el Hospital de la Concepción y labraron, en lugar contiguo a la calle Nueva, la Iglesia de Santo Domingo, entablaron pleito contra los franciscanos, en virtud del privilegio de Pío V que les autorizara para agregar a sus iglesias todas las Cofradías del Dulce Nombre de Jesús. Y así, desde 1.590 a 1.617, en que recayera sentencia definitiva, coexistieron en Antequera dos Cofradías del Dulce Nombre de Jesús, por lo que para distinguirlas fue llamada de “Arriba” la establecida en Santa María, y de “Abajo” a la de Santo Domingo, en razón a su respectiva situación topográfica. En el pleito, apasionado, largo y costoso, patrocinó a los de Arriba la casa de los Narváez y a los de Abajo, la de los Chacones. El 8 de Marzo de 1.620 reunieron Cabildo a campana tañida los perdidosos y fundaron una nueva Cofradía con el titulo de la “Santa Cruz de Jerusalén”. Desde entonces, Antequera toda, dividiose en los bandos de “sebosos” y “cochineros”, como despectivamente, se denominaban unos a otros los cofrades. Emulación apasionada y competencia frenética en el lujo de los pasos, degeneraba a veces en riñas y escándalos, y por ello, fueron prohibidas dichas procesiones en 1.782, prohibición del Obispo, del Consejo y de la Real Chancillería de Granada, que no se alzara, aunque sí se quebrantara por las autoridades locales, temerosas de motines y levantamientos del pueblo, hasta 1.837.
Apaciguados ya un tanto los ánimos, en lugar de arreglar a cintarazos sus diferencias, cada Cofradía hacía verdaderos dispendios para que la otra no pudiese competir con ella. Y -cuenta Ruiz Ortega- “que un año, llevados de ese deseo los de Abajo, mandaron hacer unos cestitos de plata para ir recogiendo la cera de los cirios de los penitentes evitando que esta cayese al suelo. El número de cestos era tal que suponía un escandaloso alarde de riqueza. No bien lo supieron los de Arriba, deseosos de dar a sus rivales una lección, encargaron también una infinidad de cestitos iguales en valor, pero sin fondo alguno, a fin de que la cera no pudiera ser recogida en ellos, afirmando que lo hecho por los de Abajo, más que un alarde de riqueza era un alarde de tacañería”.
Esta integración de la ciudad entera en torno a dos cofradías, agrupándose sus habitantes en una u otra, sin distinciones de gremios, estamentos, ni clases, en forma tan profunda que afectaba a toda la vida social antequerana, marcaba con signos externos sus viviendas y aun llegaba a desunir en lo interno a sus familias, es algo completamente peculiar, frente al común origen gremial de la mayor parte de las Cofradías de la época, como lo muestran los nombre de los Panaderos o de las Cigarreras que aún llevan algunas de las sevillanas.
En segundo lugar, la singularidad de sus formas: Aunque recientes innovaciones, posteriores a mis recuerdos juveniles, han echado agua al tradicional buen vino antequerano, al sevillanizar algo sus procesiones, aún conservan mucho de su antiguo sabor: capirotes bajos de terciopelo negro para los de Arriba, morado para los de Abajo, negro para los Servitas de Nuestra Señora de los Dolores, de Belén, morado y rojiblanco, respectivamente, para cada uno de los pasos de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia y Nuestra Señora del Consuelo, de San Pedro; capirotes ajustados a la frente dejando al descubierto la cara y rematados por la espalda en cola triangular que alcanza hasta la cintura; capirotes, túnicas y lobas cerradas, recamadas en oro con motivos renacentistas; “armadillas” precediendo a los penitentes y a las imágenes, con sus hermanos mayores, mayordomos, maceros y abanderados, acompañados de niños campanilleros y lampadóforos y tarjeteros enarbolando ojos de fría plata en que la orfebrería andaluza del XVIII consigue al repujar calidades de brocado.
Pero sobre todo - y es su tercera característica - lo más destacado de las procesiones de Antequera es el paisaje en que se desenvuelven. Ciudad de clara y aristocrática melancolía, en que cal y yeso festejan su nívea apoteosis; nacida, por motivos castrenses, al pie del cerro que coronara inexpugnable castillo, en cuyo alrededor, caserío de nieve y espuma hasta en los caballetes y tejaroces, se aprieta escalonadamente; ofrece, constantemente, cual Cuenca, pero en sinfonía zurbaranesca de blancos, sus procesiones en verticales perspectivas, mientras “sus templos salen por los campos del aire a recibir las nubes”, hablando las campanas desde el cenit de sus espadañas, de penas y alegrías. Y al final, cuando las sombras tenebrosas, tiernas luces por la ciudad esparcen, enriqueciendo la noche con mil luceros, al reintegrarse los “pasos” al cobijo de sus templos, la vivencia única de la loca carrera, cuesta arriba, de las imágenes del Dulce Nombre de Jesús y de la Santa Cruz de Jerusalén, del Niño Perdido y de Jesús Nazareno ayudado por el Cirineo, de Nuestra Señora de la Paz y de la Virgen del Socorro, que en volandas de los robustos “hermanacos” sus pesados tronos - que afrentando soles son imán de miradas y faros de corazones - rematados por palios sostenidos por esbeltos y argentados varales, parecen navegar sobre un mar embravecido de cabezas, siguiendo todos la misma ruta que siguiera el día de la batalla la Virgen de la Esperanza, mientras llueven bengalas y enronquecen gargantas. Y allá, en lo alto del Portichuelo, con suelo empapado de sudor y sangre de victorias, en el claro entre la Iglesia de Santa María de Jesús y la humilde y andalucísima capilla de Fray Martín de las Cruces, se recorta, al fondo, la dentada silueta del Torcal y, al frente, hacia abajo, la larga teoría de los cirios -con su sensación mística de aspiración hacia la altura, coronados por la llama simbólica que los va consumiendo lenta y dulcemente, encarnando así la idea del sacrificio voluntariamente ofrecido por un pueblo de cristianos viejos- teoría que en las combadas cuestas tiende su arco iris de dolor sobre el verdinegro pie de la vega, mientras las redondeadas esquinas -gritos de cal en la noche- apagan ecos de saetas y deslíen perfumes de mujer las dramáticas rejas. Y en el otro cerro, cabe a la moraleda, la Soledad queda sola, muy sola, allá en su altar del Carmen.
Y quedan solos, muy solos también muchos antequeranos, precisamente los que habitan más alto, junto al Castillo, en los barrios que antaño habitaran conquistadores, hoy almoneda de escudos y blasones. Solos no, que les acompaña el hambre. Y el hambre es mala consejera...... Pero no os arrepintáis, no - lo dice la Pasión que os leerán mañana- de haber derramado un ungüento de gran precio sobre la cabeza de Jesús y de su Madre, “ pues a los pobres los tenéis siempre a mano; mas a mi no me tenéis siempre”; no os arrepintáis no, pero a condición de que este “siempre” no se trasforme en “nunca”. El drama del teatro internacional, desaparecido el antiguo pluriverso político, se escribe hoy en forma de diálogo, en el que cualquiera que sean las máscaras de los personajes, en el trasfondo, se libra el combate de los hijos de la luz contra los de las tinieblas. No proporcionéis, por ello, al enemigo las armas con que habría de asesinaros, desamparando a vuestros hermanos. Hacer caso a la voz de la Iglesia y servirla como ella quiere ser servida en la hora presente: con una justicia social impregnada de cristiana caridad. Ya sé que muchas veces es más costoso dar un trozo de hacienda que la vida entera, un hijo que un cortijo; pero, advertid que si bien la “Verdad os hará libres” esta Verdad es el Amor, ese “Por su Amor” que junto al jarro de azucenas adoptara la “Muy Noble Ciudad de Antequera” por blasón de sus armas, en recuerdo de la Anunciación de Nuestra Señora, patrona de la Orden Militar de la Terrasa que restaurara el infante don Fernando; y como no puede haber Liturgia si le falta el soporte de la vida interior, como la procesión como plegaria pública colectiva es una “lex orandi“ y por serlo es una “lex credendi” que a su vez implica una “lex agendi”, por ello, antequeranos, si no nos sentimos en la Semana Santa, inflamados por el amor cristiano al prójimo hasta encarnarlo en acciones, nuestras magníficas procesiones no serán más que un mero espectáculo, falso juego -que el auténtico no es malo, ya que al hombre le es lícito “regocijarse de su juventud” ante el Señor- mero pasatiempo, vano estímulo de vida emocional; no religión, sino religiosidad, no sentimiento, sino sentimentalismo... .
Pero, termino. Ahora me doy cuenta de que al final, me olvidé de mi papel de pregonero y he venido a caer en la impertinencia, de predicar justicia social en la actual diócesis de Málaga, ¡ y eso es tanto como vender miel al colmenero! Perdonadme. |