Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1965) D. Joaquín Moreno Laude - El Pregón

 

P R E G Ó N

“De orden del señor Alcalde...” Así, con la cascada y aguardentosa voz de un viejo pregonero que, precedido del repique nervioso de un tambor anuncia la noticia importante en las calles y plazas del pueblo, debí yo empezar esta noche para lanzar a la gran plaza del mundo, desde la esquina de este micrófono, nuestro pregón, pregón que llegará hasta todos con el anuncio de una semana llena de esplendor.

Antequera..... Semana Mayor. No es algo montado cara a unos tiempos nuevos y sin tradición. Es algo que surgió cuando Antequera, dormida todavía a la sombra protectora de su Torcal, centinela de piedra que vigila el sueño de la Ciudad, apenas había dejado de ser zona fronteriza expuesta a los ataques de los moros, que se descolgaban de las cumbres nevadas de Granada. Es algo que nació cuando todavía no había desaparecido el eco férreo de las pisadas de los guerreros, cuando todavía podía enriquecerse el romancero con leyendas de moros y cristianos, cuando la estructura de nuestras calles tenía la sinuosidad del alma árabe, cuando nuestras viviendas apenas habían dejado de ser fortaleza para convertirse en hogar y nuestros hombres caminaban por la vida casi todavía llevando en una mano la espada y en la otra la cruz; cuando desde las austeras cortes castellanas llovían sobre la ciudad privilegios de los que pendían, cogidos a lazos rojos, sellos de plomo con armas reales. Aquellas casas, esos viejos monumentos de piedra que el tiempo se va comiendo, tienen labrados sobre sus fachadas escudos de nobleza. De una nobleza a lo español, a lo clásico que ponía por encima de todo y ante todo la fe que heredaron, el fuego religioso que mantenían encendido frente a los vendavales que siglos atrás habían intentado apagarla. Junto a cada diez casas un templo. Un templo fastuoso de fachada de clásico trazado, con bordados en sus torres de piedra o de ladrillo, de bóvedas cargadas de encajes barrocos, de prodigiosos altares, en los que la madera se había hecho airosa voluta dorada, convirtiéndose al soplo del genio que la tallaba en un prodigio de armonías, de asombrosas armonías, en las que casi se palpaba la fe del hombre que la tallara. Sobre los campos esparcíanse sonoras las campanadas, que hacían vibrar el aire cada una con un ritmo y un tono diferente llamando a una oración que la rezaban todos porque todos tenían la misma fe fuerte y recia.

Un siglo en la historia es un soplo, y en unos cuantos siglos Antequera la prehistórica, Antequera la romana, Antequera la moruna, se había convertido en Antequera la Cristiana. Unos soplos más  y Antequera adquirió ese característico aspecto que le vemos cuando, bajando por la cuesta del Romeral, se nos presenta coronada con la esbeltez de sus torres y que extiende en la Vega el verde manto de su perpetua esperanza. Unos hombres nos legaron con esa riqueza maravillosa de nuestros templos la no menos esplendorosas de nuestras Cofradías. Son años y años de laborar constante los que las han llevado a lo que conocemos. Ha sido una pugna de amores, de fe, de desprendimiento la que creó estas imágenes, esos soberbios palios, esos fastuosos estandartes que podemos ofrecer al asombro de los extraños. No faltó entonces ni ahora el apoyo total de un pueblo para lograr el esplendor de hoy. Pero no faltó no solamente por la esplendidez de aquellos o de estos antequeranos, sino porque había fe, y de la mano de esa fe se hizo el prodigio. Cuatrocientos y pico de años de tradición y de historia, de anhelos y de realizaciones, de proyectos y de metas logradas, esa es la Semana Santa de Antequera.

¿Tú no la has visto?. Ven,  sígueme desde el Hosanna del Domingo de Ramos hasta el Rexurrecit del de Resurrección. ¿Ves esta muchedumbre? Está esperando a un Rey cuyo reino no está en la tierra. Esperando a un  taumaturgo con poder bastante, a su sola voz, para levantar de sus sepulcros a los muertos, para abrir los ojos a los ciegos y para limpiar las almas. Esperando al Mesías anunciado en las viejas profecías, entrevisto en los libros santos, pregonado por la voz poderosa del Bautista. Humilde sobre su humilde cabalgadura. Grandioso en su propia sencillez. El aire se mueve agitado, casi acariciado por esas palmas que en manos de niños le dan la bienvenida. Bienvenido, sí. Bienvenido entre la sencillez candorosa, entre el amor que explota en gritos, entre el andar a la pata coja de aquel diminuto penitente de blanca túnica como su alma, al que le aprieta el zapato recién estrenado. Ahí ves al borde de la acera a aquel viejo con el rostro surcado de arrugas sosteniendo en sus brazos al niño inquieto, impaciente, de negros cabellos retorcidos, ensortijados, que hace un momento saltaba y jugaba. La vida que termina y la que empieza, y ambas esperando. Luego será la Redención. Ahora es la entrada triunfal, y Antequera vibra hoy en el gozo de un Hosanna permanente. ¿Te gusta el trono? Es sencillo. La sombra de la palmera protege del sol, que pretende acariciarlo, al Hijo de Dios, al hermano del hombre. Dos figuras delante tienden sus vestiduras para que sobre ellas pase. Igual que hoy. Sobre un manto de oraciones cabalga Cristo. Delante, aquellos de los que dijo: “Dejad que se acerquen a Mí”. Detrás .... , la Madre.

Ven, sígueme. ¿Ves esta iglesia? Es San Francisco. Cuando fue fundada, allá por los tiempos de los Reyes Católicos, Fue San Zoilo. Sobre el blanco resplandor de su espadaña, más alto que las siluetas de las campanas, un nido de cigüeñas. Llegaron cuando la primavera estaba apenas estrenando sus galas, cuando los jardines reventaban de flores, de esas mismas flores que ahora adornan y perfuman los tronos de la Cofradía de los Estudiantes. Entremos en la iglesia. Quizás estas mismas losas que pisamos sintieron sobre si el peso de las galas guerreras de los soldados, o el leve acariciar de los chapines de las damas. Ahora, el relevo de las generaciones ha traído hasta la vieja iglesia el espíritu de una juventud  que a fuerza de fe y de optimismo ha creado en unos años esta Cofradía. Sobre los hombros de los jóvenes que toman la vida con seriedad de hombres, va a salir un Cristo. Se llama el de la Buena Muerte. Fíjate en sus labios. Parece que todavía, dos mil años después, siguen pronunciando con acento de moribundo aquel terrible “¡Tengo sed!” Y es que sigue teniendo sed. Sed de una justicia que no acaba de llegar. Sed de amor, porque Él, que murió por ti y por mí y por todos nosotros, olvidados de su amor, nos olvidamos también de amar. Sed de sacrificios, porque buscamos el placer apartando de nuestra vida el dolor, crisol de nuestras almas. Y Él, ahí, sobre el púlpito de unos hombres jóvenes, predicando el amor desde su cruz, enseñando a vivir con su Buena Muerte. ¿No te parece impresionante esta imagen?. Y... fíjate, junto a Él, como siempre, la Madre. Un paso más. Es Martes Santo. Inusitada actividad en el típico escenario urbano de la Cruz Blanca, puerta abierta a todos los caminos  de la ubérrima vega. Las estrellas hacen guiños colgadas del cielo,  contestadas por otros destellos que brillan como luciérnagas en los cortijos y en las huertas, clavos de luz hincados en la noche primaveral. Recortada sobre el leve resplandor del cielo, la vieja iglesia trinitaria. La explanada exterior del templo tiene aires de huerto en sus arboles, de cuyas hojas el viento... ¿lo oyes?..., arranca suaves melodías a la vez que trae olores de verdes cosechas, rumores de campos, aromas de frutos casi palpables. Cómo entonces, como en el huerto regado con sangre, como en el día del beso, cuando ÉL YO SOY respondía sereno al ¿Quién es Jesús? con que se iniciaba la Pasión, y por ella, el Rescate. Fíjate; hoy igual que entonces, el huerto, el aroma, la muchedumbre y el beso. ¡Que hermoso trono! Y en el centro, un PRESO. Tiene las manos atadas y caen abandonadas y vencidas sobre el bordado de oro de la túnica. Fíjate; su mirada parece perdida en la lejanía, oteando un horizonte sin fin en un tiempo que no acabará. ¿Qué buscan esos ojos mirando a lo lejos? Buscan en los lejanos horizontes de la vida un alma que rescatar. Buscan la oveja descarriada para suplicarle con una mirada profunda que vuelva al redil. Buscan desde la creación misma la nave perdida en el océano embravecido de las humanas flaquezas, para con su brillante mirada guiarla, como un faro en la tormenta cuando, vencida por la tempestad y perdido el rumbo, comienza a hundirse en el abismo. ¡Que sublime contrasentido! Rescatar con las manos atadas. Rescatar hoy entre luces, oraciones, música y penitente caminar. Rescatar cuando camine lento, majestuoso sobre un trono  de hombres, ya por las calles modestas de un barrio blanco de cal, ya por las avenidas plenas de luz.

Observa, amigo, se aleja el cortejo y sobre el metálico sonar de las cornetas, ponen su contrapunto los tambores con un redoble constante que parece ir diciendo a la noche una sola palabra: Rescatar... Rescatar... Y delante, una fila larga, largísima, con aroma de cera y bisbiseo de labios en oración. Y unas mujeres con peinas de Carey, negros vestidos, largas mantillas y rosarios de nácar y plata en las manos, musitando también su oración.

Si, es cierto. Se siente en estos días en Antequera, encogido el corazón. Sobre el esplendor de los tronos, la riqueza de las vestiduras, la orfebrería de plata, el terciopelo, la brillantez de las bandas militares en sus desfiles gallardos, marciales antes y en la procesión. Sobre el caminar atolondrado de las gentes, sobre el rum rum de comentarios que se hace silencio al pasar el Señor, sobre el grito desgarrado de la saeta, oración hecha copla, está la Pasión. Y se siente en Antequera la Pasión. ¡Pero ven!. Vamos a ver salir al Señor del Mayor Dolor. Fue tallado en 1.770 por Carvajal. Casi doscientos años. El Cristo con la espalda rota y la sangre seca, con el rostro macilento, con las rodillas en tierra, humillado, tiene en sus ojos una mirada perdida, obediente y resignada. La mano prodigiosa del tallista dejó su boca abierta para que el que lo mirase comprendiese que ese silencio de la talla muda es también predicación, que más que labor de gubia, la imagen es celestial inspiración al plasmar en la madera el realismo impresionante del Mayor Dolor. ¿Que por qué se llama del Mayor Dolor? Escucha. Él es Dios, creador de todo, dueño y señor de un universo inmenso. De su mano depende nuestra vida, da color a los lirios de los valles, aroma a la flor, maneja a su capricho tempestades, enciende soles y predica a las gentes el amor. Y el hombre, barro y soplo, se vuelve en su soberbia, le olvida, le escarnece, fustiga su espalda dolorida... ¿Cabe  mayor dolor? Que la Criatura manche con saliva de odio el rostro del Creador y que Él, desde la cruz, perdone la boca que escupió. Sentir  su carne herida por brazos que Él formó y ofrecer humillado otra mejilla. ¿Cabe mayor dolor? ¿Lo ves? La plaza es pórtico de silencios; a la derecha brillan los cascos de unos soldados; arriba se adivina la silueta del viejo castillo, y el rumor del agua de la antigua fuente es lágrima y canción al mismo tiempo. Ya sale el Señor. Cada día, por delante de su altar, desfila una muchedumbre de antequeranos, y yo creo que desde el oscuro rincón donde reposan los restos del primer alcalde de Antequera, musitan también una oración. Observa el silencio de las filas de penitentes, son hombres de todas las clases sociales y van rezando. Detrás, otra vez, con el mismo dolor..., la Madre.

No te esperabas esto, ¿ verdad, amigo?. No te esperabas estas tallas, ni la grandiosidad de los templos, ni el esplendor de los desfiles, ni la fe de los hombres. Esos hombres que van bajo los tronos apoyándose en su caminar en las recias horquillas, no cobran nada. Vienen de lejanas cortijadas, de las huertas, del rumor de los talleres, de los despachos, a llevar a Cristo en sus hombros, y es rudo el trabajo. Mañana sus hombros serán una roja ampolla, pero ¡que importa!  Son un símbolo de unidad. Esfuerzo unido, el mismo ritmo en el caminar pesado, yo creo que hasta el mismo latir en el  corazón y el mismo grito. Marchan como hermanos. Para eso murió Cristo. Ese Cristo que en el atardecer del Jueves Santo saldrá de la blanco iglesia de Belén; mientras tras las celosías de la clausura del convento, las monjas mantendrán el rum rum piadoso de sus rezos. El Esposo va a la calle a que los hombres vean como le pusieron; a que lo contemplen atado a la columna, silencioso y sufriendo; a que lo observen vencido por el peso de la cruz, una cruz eternamente renovada y eternamente hiriendo. Fíjate como el aire le mueve el pelo. Fíjate como clava sobre el monte la rodilla doblada por el peso, el peso de tus culpas y mis culpas, paseado por las calles en silencio. Calles de un barrio pobre, capaz de comprender el sufrimiento. Sobre el trono de dorado barroco, entre flores, jarrones de plata, candelabros y luces, camina ese Cristo a ese mundo tan lleno de gentes y a veces, para Él, tan desierto. Allá, en el viejo convento, con más de trescientos años de existencia, quedaron las monjas y los rezos. Afuera, el bullicio, adentro, el silencio. Luego, al filo de la medianoche, los tres pasos subirán corriendo la pina pendiente de la Cuesta de Archidona, flanqueada por la estructura urbana de unas blancas casitas, humildes y limpias, de cuyos balcones cuelga el mudo homenaje de un bordado mantón o de la colcha de novios, guardada como reliquia en el fondo del arca, mientras el aire se  tiñe del vivo color de las bengalas y de entre las rejas de una estrecha ventana surge la copla que es rezo salido del alma.

Tu, amigo, no te lo imaginabas. En contraste con la seriedad de la Semana Santa en Castilla, con las secas figuras de los Cristos románicos, con el lúgubre redoblar de los tambores. Andalucía es copla, es luz, es aroma, es color, y Antequera es también Andalucía; pero es, ¡que duda cabe!, un poco de Castilla. Asómate conmigo al marco espléndido del Coso Viejo, flanqueado por la arquitectura típica del Palacio de Nájera, por las blancas paredes que albergan esos callado cenobios de oración que son los conventos de la Encarnación y de las Catalinas, con una cruz de blanca piedra en el centro de la plaza, con el verde de los pinos, de alargada figura por fondo, y la placidez mansa de un estanque que nos habla de reposo y de calma. Son las tres de la tarde del Viernes Santo. En silencio, una masa de hombres trae directamente tendido sobre sus hombros un gran crucificado desde la iglesia de los Remedios. Dentro de unos momentos, ese Cristo se levantará exactamente igual que el día del Gólgota, frente a la muchedumbre que llena la plaza. ¿No te da escalofrío en la espalda? Porque es lo mismo. Los mismos hombres, las mismas faltas, el mismo olvido, la mismas Cruz muy lentamente levantada. Y el pueblo de rodillas pide perdón y mira a Cristo cara a cara. Aquí no hay coplas, ni música, ni bengalas, ni tronos fabulosos, ni varales de plata, ni rico terciopelo; pero hay familias enteras arrodilladas, hay lágrimas en el alma y fervor de oración penitentemente arrodillada.

Luego será,  en esa misma tarde, otra vez Andalucía. Andalucía hecha trono dorado, hecha cruz de plata, hecha candelabro retorcido, ánfora, oro sobre terciopelo, revolotear de blancas capas, repujados soles de plata, campanilleros de lujo que arrastran las largas colas de sus túnicas bordadas, prendidas con joyas, ecos marciales de bandas, interminables filas de penitentes y fervor, fervor inusitado en las almas. Por los viejos caminos de la sierra bajarían por la mañana a lomos de sus mulos los hombres de Gandía, de la Lajuela, de los Nogales, de la Joya, a encontrarse con los que subían del florido vergel de la vega. Desde por la mañana, las calles están de gala. El sonido de una corneta hace correr a la chiquillería. ¡Ya llegan las bandas! Como en días anteriores, los hermanos que llevan los tronos habrán subido las empinadas cuestas para amarrar las almohadillas en el lugar que tradicionalmente ocupaban. Cuestas de Zapateros y Santo Domingo, calle del Viento, Cuesta de Caldereros, el Portichuelo, y abajo, el barrio más bonito de Antequera, la Rivera, el Henchidero. Con sus calles graciosamente desordenadas, con la enorme mole gris de la sierra al fondo, con las verdes chumberas de las faldas del Castillo, con el barroco, siempre el barroco en Antequera, de la capilla votiva en el inicio de la Cuesta Real. La mañana marca un peregrinar de la Basilical Santo Domingo a la blanca Jesús por cuestas vestidas de amarillo. Hoy salen los de “Arriba” y los de “Abajo”. Dos cofradías con pugnas de siglos. Es curioso, en Antequera hay familias en las que los hombres pertenecen a una,  y las mujeres, a otra de estas cofradías, siguiendo las preferencias de sus padres, tradicionalmente continuadas desde hace varias generaciones. De esta pugna de siglos surgió este esplendor que hoy se admira. Porque hoy es el día grande entre los grandes de la Semana Santa de Antequera. ¡Qué tronos! ¡Qué belleza de líneas! ¡Cuántos años costó llegar a esto! ¡Y las caras de los Cristos! ¡Y los pasos de las Vírgenes!. Sobre los palios que graciosamente se mueven al andar, hay más oro que terciopelo. Los mantos desbordan el trono a pesar de ir recogidos de una forma especial, graciosa y fina. Las coronas, prodigio de orfebres, se mueven tintineantes sobre las cabezas de las Vírgenes. No, no hay aquí tronos de dimensiones gigantes, pero hay una armonía, una alegría en los pasos, una belleza de líneas, una sencillez de adorno, que los hacen prodigiosamente bellos. Y ese momento que suspende el ánimo, entre un silencio impresionante, que yo creo que paraliza los corazones mientras hombres y mujeres parecen querer impulsar también los pasos hasta arriba. Los hermanos se han agarrado fuertemente a los laterales del trono, y a una voz del hermano mayor suben a los hombros los pasos desde el suelo. Muchas veces hay un grito de angustia, un segundo que suspende el ánimo; luego, la apoteosis y el lento bajar por las cuestas. Las horquillas aprietan fuerte sobre el suelo, los hombres se doblan muchas veces bajo el peso. Pero ¡qué importa! Llevarlos a Él y a Ella sobre el hombro, sentir la alegría de su peso, llorar emocionados. ¡Qué importa la llaga que  mañana condecorará el hombro! ¡Qué importa el sudor bajo la túnica de terciopelo! ¡Y esa alegría de nuevos cirineos! ¡Y ese mirar arriba y verla a Ella colocada entre nosotros y su cielo!  Ella,  la Madre, que ayer fue Esperanza, Dolor, Consuelo, y hoy es Socorro y Paz. Ella, callada, humilde, silenciosa, siempre detrás, siempre sufriendo. Ella, que tejió con sus manos la túnica incosutil, que cuidó entre sus brazos al pequeño. Ella, que hoy lo ve delante niño y un poco más detrás roto y sufriendo. La Madre regalada por un Dios a su  pueblo.

Observa como el pueblo ha captado con su fina sensibilidad la tremenda tragedia de la Madre. Como se ha sentido identificado con Ella, como quiere paliar su dolor. Observa como los ojos de los hombres que han mirado serenos al Cristo se abren más para ver a la Madre. Observa como a esa mirada recia, triste a veces, sustituye un fulgor, un resplandor alegre que dibuja en el rostro una sonrisa. La Madre, como la nuestra, entregada de amor. Como la nuestra, sacrificada. Como la nuestra, olvidada también muchas veces. La Madre tapando, como la nuestra, nuestras culpas y entregando a su Hijo por amor.

La vistes con el verde manto de la Esperanza, con el puñal del dolor, con el dulce rostro que es consuelo, prestándonos su socorro para entregarnos su paz. La vistes peregrinar detrás del Hijo. La vistes caminar con paso menudo y apresurado, bellamente vestida, ricamente alhajada, rodeada de candelabros y de luces, y, lo más importante..., la vistes rodeada de amor. Por algo estamos en la tierra de María Santísima. Por algo las flores huelen aquí mejor. Por algo en el escudo de Antequera un ramo de azucenas y un “Por su amor”  parecen la divisa de viejos caballeros dispuestos a romper eternamente la lanza por su dama. ¡Y que dama! Dulce, hermosa y.. Madre. Madre de aquel potentado que costeó los candelabros y de aquel gitano sucio, de ojos vivos, que sabe andar por seguiriyas y que va arrancando de las velas de los penitentes la cera que goteó. Madre del que vive en casas de esas calles espléndidas que son el centro de nuestra ciudad y de aquellos que habitan las casucas recién blanqueadas, Dios sabe a costa de que sacrificios, de las calles del Calvario, del Arco de los Besos, de la Villa, o de aquellas otras con nombres de gremios, Herradores, Caldereros. Madre de todos, porque el propio Cristo, desde el patíbulo impresionante de su Cruz, nos la entregó. Todos estos días, desde sus tronos, en la angustia de su rostro parece decirnos en el paroxismo de su dolor...  VOSOTROS TODOS, QUE PASÁIS POR EL CAMINO, ATENDED Y VED SI HAY DOLOR SEMEJANTE AL MÍO.

Por eso ves en los ojos de los antequeranos ese brillo especial cuando pasan los tronos fastuosos de las Vírgenes. Porque han sabido captar con tradición de siglos el tremendo sacrificio de una Madre y la entrega absoluta de un Dios. Fíjate, se ve la fe en la mirada de aquella mujer, quizás madre también, que estará haciendo a la Virgen quién sabe qué suplicas, y en el gesto respetuoso de aquel hombre de piel surcada de arrugas, que levanta el viejo sombrero más en un brindis que en un saludo y en la sonrisa inefable, pura, inocente de aquel niño que estará rezando quizás la primera Avemaría y que sin darse cuenta está lanzando a la madre un rosario de piropos; y en el rostro emocionado del Hermano Mayor que corre de espaldas con los brazos abiertos, subiendo las cuestas en ese alarde que tipifica nuestra semana mayor; y en el suspiro  que se escapa de la garganta seca del hermano de trono, cuando la campana detiene el paso para darle un respiro al corazón; y la emoción de la muchedumbre, y en la lágrima escapada que rueda por la mejilla mientras suenan los himnos, se encienden las bengalas y las Vírgenes se despiden con una última mirada a su pueblo. A su pueblo, para el que son a veces dolor profundo, siempre esperanzado consuelo eternamente el socorro ansiado, y ruta segura que conduce a la paz a la que no se llega más que por los caminos del amor. Amor que ha predicado el Hijo todos estos días desde el sereno caminar  sobre la burrita en el primer día, hasta este lento, ceremonioso, triste paso que lleva hoy el cortejo del entierro de Cristo. La música suena hoy de otra manera; hasta el golpe de las horquillas sobre el suelo parece otro. El tiempo se ha parado porque pasa Cristo muerto. De la urna dorada penden cintas que llevan manos consagradas. Hábitos de ordenes religiosos, cordones franciscanos, capas blancas de los carmelitas, cuellos blancos también de los hermanos, sandalias trinitarias, hábitos negros en los salesianos, sobrepelliz calada, amplio manteo, capa pluvial y Cruz alzada; la gran parroquia antequerana está también en el entierro. Maceros de leve calzón rojo y media blanca, chaquets y guante negro, bastones, cruces y espadas, y luego, revuelo de mantillas sobre caras blancas y una Virgen triste, sola, callada. Ya no lleva bordados sobre el manto ni palio con varales de plata, ni perfuman su paso los aromas de flores. Va en Soledad angustiada. Ha muerto Cristo, y el corazón parece que se para.

Mañana será la tumba y la gran piedra milagrosamente separada, y el sudario sobre la piedra, y el peregrinar de las mujeres, y el aviso... Ya no está allí... Resucitó. Ya está la redención lograda. Ya no está allí. Y la sonrisa sustituye a la lágrima, porque está aquí, dentro de esa caja de madera dorada, junto a la que brilla tenuemente la luz humilde de una permanente mariposa. Porque está aquí preso de amor, grano de trigo que una mano de hombre arrojó a que muriera y otra arrancó, convertido en fecunda espiga, para que fuera pan que eternamente alimentara. Porque está aquí, humillado otra vez, flagelado, escupido mil veces, olvidado y mirándote a tí y a mí y a todos, otra vez perdonando. Porque está aquí y a tu lado. Ya no es la imagen, ni la talla prodigiosa, ni el impresionante realismo ni el lírico esplendor de un trono. Es Él mismo, el Dios que sostiene el hilo de tu vida, el que te dio el regalo fabuloso de un hijo, el que pintó de color  esa rosa, el que puso ese azul en el cielo, el que tiñó de rojo mil auroras. El que amó tanto a los hombres que para redimirnos entregó a su Hijo.

Lo has visto caminar en mi Semana Santa. Yo sé que te gusto. Lo he visto en el brillo de tus ojos, en la pesadumbre de tu mirada, lo he presentido en el latir de tu corazón. ¿Tú no estuviste? Pues ven. Ven con nosotros para vivir unidos estos días de angustia y de dolor que estallan al final en luces de colores más permanentes, más firmes que las de las bengalas. Ven, recorre con nosotros aquellas calles históricas, admira nuestros rincones, asómbrate del espléndido verde de nuestra vega; ven, palpa la historia de una vieja ciudad en el dolmen de prehistórico arquitecto, en el arco clásico de la leyenda romana, en los viejos sillares  árabes del castillo, en los escudos de armas, en los nombres sugerentes de las callejuelas, en las viejas capillas votivas cuajadas de flores que les regaló la primavera.

Ven, como dijo el poeta; porque:

 

Ya viene el cortejo.

Ya suenan los claros clarines...

Los ecos de las bandas militares están cercanos ya, mientras los carpinteros y las camareras preparan los pasos. Ven, extásiate en nuestras iglesias. Asómbrate del tesoro que vas a ver en Antequera, hecha toda ella iglesia durante una semana. Ven. Las caprichosas estatuas de piedra que el Gran Escultor talló en el Torcal, se asoman curiosas a las Vilaneras. Ya brilla la plata de los estandartes y casi se percibe el olor a velas. Ven. Es Semana Santa en Antequera.

Y cuando reverente, con el alma encogida de respeto, mires a Cristo, vive el amor, siéntete hermano, mira alrededor y desde el fondo de tu alma tírale con alergía y con amor, quizás tu primer beso. Porque  Él sale buscando eso... El hijo que se fue... y ya está de regreso. Ven a vivir la Pasión de Cristo. Ven a sentir con el sentir de un pueblo. Ven a admirar lo que la fe hizo posible. Ven a rezar y te irás contento. Seguro que encontrarás el escondido tesoro del alma de un pueblo. Un pueblo muy noble y muy leal que espera, anhelante, sincero, en esa gran postura del amor que mantiene en las cruces a los Cristos con los brazos abiertos. Ven a sentirte hijo de esa Madre que de la mano nos llevará seguros hasta el cielo.

Primero, fue el  ¡Hosanna!. Luego, el  Resurrexit. De la mano del pobre pregonero, recorristes las calles y  las plazas, pero es mejor venir a verlo: Por los viejos caminos de la sierra, por todas las veredas de la vega, los hombres vuelven con los ojos llenos de luz a seguir viviendo. Allá en la soledad de los templos, el chisporroteo de la lamparilla rompe el silencio, que impone en el viejo campanario la lechuza con su siseo. El órgano guarda todavía el eco de las notas del Miserere y en las altas bóvedas queda aún perfume de flores y de incienso. Del cerrado Sagrario parece surgir un efluvio de amor. La muchedumbre quedó fuera y Él, sólo,  dentro.

Mañana y pasado y cada día de tu vida, no olvides que tu mundo es su templo. Que todo no se quede en  algarada, en bengalas de fugaz vida, en oro y terciopelo. Sacia con tu amor la sed de Cristo y téjele a la Virgen, con hilos de tu vida, el manto de tu agradecimiento. Un manto de colores en el alma, mejor que el más bello terciopelo.

Attachments:
Download this file (1965.pdf)(1965) D. Joaquín Moreno Laude[(1965) D. Joaquín Moreno Laude. Presentación, Datos biográficos, El Pregón]


 
BACK2
LSSICE ¡CSS Válido! XHTML 1.0 Transitional Válido