PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA
PRONUNCIADO EN RADIO ANTEQUERA LA NOCHE DEL SÁBADO DE PASIÓN DE 1.966.
POR
D. JUAN ALCAIDE DE LA VEGA
Datos biográficos de D. Juan Alcaide de la Vega D. Juan Alcaide de la Vega, nace en Antequera el año de 1.930; estudia el bachillerato en el Instituto Nacional Pedro Espinosa de esta ciudad, y cursa los estudios de Licenciatura en Derecho en la Universidad de Granada. Abogado en ejercicio, escritor y poeta. Miembro de la Orden de San Raimundo de Peñafort, Diputado Primero del Ilustre Colegio de Abogados de Antequera. Durante algunos años, fue Director del semanario local “El Sol de Antequera” colaborando con este periódico y con otros periódicos y revistas locales; así como con los diarios Sur de Málaga e Ideal de Granada. Es autor de varias obras literarias, como son: “Mi Ciudad”, “Gastronomía Antequerana”, “Paseos por Antequera”, “Elogio y Nostalgia del viejo Instituto”. Fue incluido en diversos libros de autoría plural, como “Cincuenta y dos prosistas malagueños”, antología hecha por Concepción Palacios Palacios, y “Pedro Espinosa y su época”, en homenaje a este poeta antequerano, editado por el Instituto de Enseñanza Secundaria de este nombre, donde apareció, respectivamente, “Alicia Liddell” y “Epístola inverosímil de J.J. Maderuelo, desde Antequera, a Pedro Espinosa, en la ultratumba”. Ensayos y conferencias. “Política y Literatura”, donde se incluyen “Sociología y Política en Azorín”, “Introducción al mundo poético de José Antonio Muñoz Rojas”, “Campo y Sociedad en Manuel Halcón” y “El Testamento de un intelectual”. Obras inéditas: “Balada de las mujeres que amó un viejo poeta”, “Memorial de Villanerías” y Memorial de Retaguardia”. Tiene además diversa producción poética y un libro de poemas que se titula “La vida contemplada”. Además del Pregón de Semana Santa del año 1.966, también lo fue de la feria de Antequera, taurino de la Peña de los Cabales y la Oración en nombre de esta Peña al Señor de la Salud y de las Aguas de tanta veneración en Antequera.
P R E G Ó N He recibido de la Agrupación de Cofradías, con el visto bueno, que agradezco, del señor Alcalde Presidente del Excelentísimo Ayuntamiento de esta ciudad, cordial invitación para pronunciar ante los micrófonos de esta entrañable Radio Antequera, el pregón de la Semana Santa. Por un triple motivo acepto, gustoso, este eventual oficio de pregonero, sin derecho a ser incluido en nómina, pero que se halla extraordinariamente pagado con la enorme satisfacción de tener oportunidad, generosa y solemne, de hablar de las excelencias de una ciudad, tan limpia de prosapia, de tan pura belleza, con tan largo eco histórico, como es Antequera: en primer lugar, por cumplir con una invitación que se me ha hecho con tanta gentileza, en segundo lugar, por la ilusión, quizás un tanto ingenua, pero legítima, de ostentar, siquiera de manera circunstancial, el nombre y la función de un oficio tradicional y hermoso, rindiendo así tributo de admiración con los medios puestos por la técnica al servicio del hombre, a aquellos otros hombres que, a grito limpio, desde las esquinas de las calles, fueron los primeros periodistas, los primeros locutores, los primeros intérpretes y portavoces de la voz de la autoridad, como de la del pueblo; finalmente, por cumplir con el deseo, tan acuciante y entrañable en mí, de pregonar -precisamente y no otra cosa- una parte de las maravillas de mi ciudad, su Semana Santa, que, dentro de su carácter andaluzamente religioso, guarda peculiaridades y tradiciones que la hacen distinta y sin par entre todas. Por el tema que pregono -la ciudad de Antequera y su Semana Santa- y no por las cualidades del pregonero, yo creo que desde alguna parte me estarán escuchando representaciones sociales incontables, y así yo no quiero olvidar a nadie en mi pregón. Así, pues: Señor Alcalde de la muy noble y leal ciudad de Antequera: Señores Presidente y miembros de la Agrupación de Cofradías de la ciudad: Señores Hermanos cofradieros de las distintas Cofradías de la ciudad: Vecinos de la comarca de Antequera, que sentís con nosotros, compartiéndolas, la belleza del paisaje, y las tradiciones y excelencias de nuestra ciudad, que tan bien sabéis del pulso lento y firme de ella en nuestros días de trabajo y del acelerado y anhelante ritmo de su corazón en los días de fiesta: Antequeranos que vivís conmigo en la tierra natal, al cobijo de nuestras famosas iglesias, gozando y sufriendo, sintiéndonos el corazón, viviendo, por las calles de nuestra costumbre, por nuestros campos llenos de verdor y todavía y por mucho tiempo esperanzados, con el mar ondulante de los trigos, los olivares pacientes y tercos sobre la vega o conquistándole terreno al monte, el prodigio de las campesinas flores asaltando los caminos y los almendros como nieve que manda Dios para prevenir el febril ardor de una primavera apenas iniciada: Antequeranos, ¡ay!, antequeranos que no estáis con nosotros, porque el deseo de la aventura o el afán justo de un mayor bienestar, os derramó por el mundo, no como desarraigados de la tierra que os vio nacer, sino como pregoneros llenos de entusiasmo de esta misma Antequera, que está presente y viva en la nostalgia de vuestro fiel corazón enamorado: Españoles que amáis las tradiciones y extranjeros que venís de otros climas y paisajes a nuestra España, a bañaros en su luz, y que os acercáis con limpieza de intenciones a nuestras costumbres y tradiciones, dispuestos al respeto: Todos vosotros que de buena fe me escucháis: Recordad, sabed, que Antequera se dispone a celebrar sus fiestas de Semana Santa; que Antequera, en sus calles, en sus sorprendentes rincones donde se esconde la belleza, va a prestar su encantado paisaje para ser escenario, coro y testigo emocionado y sensible de la Pasión del Señor. Pero permitidme que en este punto ordene mi propio sentimiento, mis propias sensaciones, para tratar de desentrañar ante vosotros el misterio y el fervor, la intimidad y la belleza de estas noches tibias de una primavera enervante y cálida, poblada de estrellas, encendida de antorchas, iluminada de plurales luces que fingen auroras imposibles. La Semana Santa se inicia con el primaveral júbilo de la procesión de Jesús a su entrada en Jerusalén, un Jesús triunfante escoltado a su paso por la rendida admiración del pueblo, agitado y alegremente convulso, en las manos los ramos de olivo y las palmas, como en la página evangélica, portados con entusiasmo por niños que asocian así su ingenuidad y alegría al esplendor de este domingo maravilloso. Es Antequera en esta fecha alegre del calendario litúrgico como una renovada y cristianísima Jerusalén. La Antequera andaluza y campera rinde homenaje al Cristo Rey sobre el humilde jumento y, renovando la íntima y hermosa significación de la fiesta todas las humildes y entrañables cosas de nuestra costumbre -el burro, el olivo, la palma... - se asocian a la obra de la Redención, que se inicia con el gozo de un Cristo triunfante aclamado para concluir en el supremo dolor de la Cruz. Pero la hora de la traición y de la muerte no ha llegado todavía y por eso la Virgen que discretamente se mantiene a distancia de su Hijo, es este día Consolación y Esperanza y en su semblante, en cuya sonrisa hay como un leve presentimiento de la próxima tragedia, aún resplandece el gesto gozoso por todo este estremecido rendimiento de los hombres al Dios tan entrañablemente encarnado. Aparte la procesión de Jesús triunfante en Jerusalén, que por su precisa significación sale todos los años el Domingo de Ramos, todas las demás procesiones salen de sus templos a recibir la clamorosa devoción popular, por riguroso orden inverso de cronología. Siendo Antequera ciudad de tan amplias resonancias históricas, es natural que los antequeranos rindan puntual culto al rito y al protocolo. Las cofradías salen por orden inverso de antigüedad. Y es natural también que la más moderna sea la de cofrades más jóvenes, la servida por el entusiasmo juvenil de los estudiantes, los más jóvenes y los más modernos que -rara coincidencia- sirven el fervor popular de una de las imágenes más antiguas y de más rancia veneración de Antequera, el popularmente denominado Cristo Verde, coetáneo a la fundación de la capilla de San Zoilo -siglo XVI-, según la puntualización historiográfica de don José María Fernández, emocionado notario del acervo artístico-religioso de Antequera en su libro insustituible sobre sus iglesias. No soy partidario de alusiones históricas cuando se habla de realidades presentes y tan esplendorosamente actuales como es la Semana Santa antequerana. Pese a ello, quiero significar por lo curiosa otra rara coincidencia, la que por un azar empareja a la juventud antequerana con el arranque histórico de nuestra Semana Santa. La Virgen que venera esta Cofradía estudiantil es la de la Vera-Cruz y, según cuentan historias bien documentadas, precisamente la procesión primera de la historia cristiana de la ciudad, en los años inmediatamente anteriores al rescate de la joya antequerana engastada en la corona del reino granadino, que fue una procesión militar, con itinerario y paso militar, se hizo hacia el cerro de la Vera-Cruz, y de llevar mucho después los pasos hacia el Cerro de la Vera-Cruz, para, desde allí, dominar la vega, parece que arranca la significación de ese grito “a la vega, a la vega”, que constituye una de la más hermosas peculiaridades de la Semana Santa antequerana, a que luego aludiremos. A continuación de ella, desfila una procesión de penitencia, la del Cristo del Rescate, a la que hace muy poco tiempo se le ha añadido un “paso” más, el de la Virgen de la Piedad. Precediendo al Cristo, acompañándolo, van los devotos, las velas encendidas en la mano, pero más adentro, invisible pero evidente, la luz interior de su esperanza y de su confianza en la Misericordia del Señor. Siguiendo el paso del Cristo, precediendo a la Madre de la Piedad va la piedad de las mujeres antequeranas, que visten las galas de la mujer andaluza, el vestido sencillo, negro, y la sobria elegancia de la mantilla; en el aire, que no sobre el vestido, desnudo de todo adorno, en el aire el perfume primaveral del clavel, esencia de sensibilidad femenina. La siguiente Cofradía venera el Cristo que, sin duda alguna, goza de más amplio eco en el fervor popular de Antequera, el Señor del Mayor Dolor, que caído sobre el suelo, al lado de la columna donde recibe los azotes, recoge la súplica de los antequeranos que a Él recurren. Los penitentes, con vestidura sobria, negra, con cinturones de esparto, algunos descalzos, van silenciosos, cofradía de penitencia y de silencio. Llegan las apoteosis de popular y espontánea espiritualidad fervorosa de los Jueves y Viernes Santos, Antequera como todos los pueblos andaluces, no ofrece escenas de la Pasión en sus “pasos” procesionales. Su capacidad de dolor, de compasión, de amor, se centran en las dos figuras principales de la Pasión, en los dos protagonistas, el Cristo Redentor y su Madre Dolorosa, los dos ejes centrales de la fe y de la compasión andaluzas. El Dios encarnado de la Redención se humaniza aún más en las versiones andaluzas, sin menoscabo de su divinidad, y en su gesto dolorido, y en sus ojos pese a todo esperanzados, y en sus músculos tensos por el sufrimiento, y en sus heridas sangrantes, es estímulo para las insatisfacciones diarias del hombre cristiano; la delicadeza y la compasión, e incluso una suerte de casi sobrenatural y sublimada galantería, se condensa en el andaluz para ofrecérselo a la Madre de Dios, a la Virgen que, bajo las distintas advocaciones, es sede amorosa y cobijo emocionado de todas nuestras imperfecciones. La imaginería antequerana, tan rica y tan andaluza, no sin cierta peculiaridad entre las escuelas granadina y sevillana, se vuelca, amorosa, en estos sentimientos, y salen de las gubias, fieles intérpretes de nuestro sentido religioso, Cristos de faz viril, humildes y esperanzados, que en su rostro revelan el sentido trascendente de su Dolor, y Vírgenes prodigiosamente femeninas en su dulzura, en la mirada apacible de sus ojos bellos, en la ternura infinita de su corazón abierto a la comprensión y a la esperanza. Cristo atado a la columna, o con la Cruz a cuestas, o crucificado, de las Cofradías de Arriba, de Abajo, de los Servitas, o de San Pedro. Vírgenes de los Dolores, de la Paz, del Consuelo, o del Socorro. Cristos y Vírgenes que encienden en la mirada de todos los antequeranos luces de emoción, de esperanza, y de amor, Cristos y Vírgenes que encienden a su paso el corazón de los antequeranos y los rincones de una Antequera bellísima, olvidada tan injustamente muchas veces en sus entrañables recovecos, derramada la belleza de su paisaje por la próvida vega, verde y blanca, que azulea por el horizonte rosa de sus ocasos sangrientos, o de sus amaneceres cándidos. La vega, que da nombre a lo más espectacular, más ingenuamente conmovedor, más íntimamente antequerano, de nuestra Semana Santa. No por un puro azar, sino por virtud de una concreta circunstancia histórica, la mayoría de las iglesias en donde radican las imágenes más representativas de la ciudad, están situadas al cobijo del antiguo castillos y de sus almenas, respondiendo al carácter fronterizo que durante mucho tiempo tuvo la ciudad. La vega, esplendorosa y rica, era como un espejismo ilusionado de los antequeranos, obligados a abandonarla para desde el castillo defenderla mejor, dejando su verdor a merced de un viento más peligroso que su famoso solano, el viento de la guerra que abatía los trigales, con la mentida púrpura de la sangre y el fingido bosque de las lanzas. Empezada a querer la vega como una amada imposible, al desaparecer las circunstancias bélicas de la Reconquista, se convirtió con el tiempo en la esposa entrañable y tierna, llama siempre viva del hogar. Y configuró para siempre a la ciudad como campesina. Y los antequeranos, en toda ocasión y muy principalmente cuando se trata de rememorar o celebrar sus fiestas religiosas, como fantasmagórica mujer entrevista en sueños, o como mujer poseída en paz, los antequeranos se acuerdan de la vega, y para ofrecérsela a Dios como un regalo, o para pedir que nunca nos falte su belleza, llevan a enseñársela a sus Cristos, a sus Vírgenes, después del itinerario, desde la rotonda en que desembarcan las cuestas, desde donde se divisa el panorama esplendente de la vega, cerca del castillo, cerca de los templos levantados por el fervor de unos hombres, reconquistadores para la Cristiandad de la tierra antequerana. El grito de “a la vega, a la vega” era un grito emocionado de esperanza, de suprema confianza en Dios, de ingenuo amor hacia las cosas más íntimas, más cercanas y más nuestras; es incluso un grito tierno y alborozado, que no está reñido con la Pasión del Señor, porque no hay Muerte sin resurrección y no hay conmoción ante la tragedia sin la alegría confortadora de una firme fe, por virtud de la eficacia de la Redención, en la providencia de Dios. Estimulados por ese grito, todo es a partir de entonces generoso amor, que pugna por sobrepasarse a sí mismo. Enardecidos, los hermanos de trono, -los hermanacos, en la fraseología popularmente tradicional que llevan los pasos al hombro, acompasado el andar con los golpes de las enormes horquillas-, a pesar del largo recorrido, aún encuentran fuerzas para subir raudamente las cuestas. El hermano mayor, -que viste en el recorrido rica y barroca vestidura de oro, despojado ya de la riqueza que le cubría, desprovisto de su acompañamiento de niños campanilleros- queda solo frente a su responsabilidad, ronca la voz, que se quiebra al fin, rota por los gritos enardecedores y el humo penetrante de las bengalas. La gente delante de los pasos, detrás de los pasos, corre apresurada. Por las cuestas, entre el fulgor un tanto lívido de las antorchas, camino de la iglesia apartada, van las imágenes subiendo, de prisa, de prisa, precedidas y seguidas de público apasionado. La gente comenta los tirones -el tirón es el espacio que se recorre velozmente de una vez-. Las Vírgenes con el rostro encendido por el resplandor de las antorchas, bamboleantes los palios, temblándoles las coronas, suavemente cimbreándose el paso todo, caminan presurosas hacia arriba, a la rotonda final en que la cuesta se ensancha, para girar sobre sí misma, enfrentadas dichosamente con la gente que las mira a la cara, de perfil suave y marfileña tez... . Porque la vega - como extensión se llama a esta peculiaridad máxima de la Semana Santa antequerana - es, en el fondo, prisa de amor, impaciencia de amor, excesos de enamorado. Por un momento, los rostros de las imágenes miran el panorama del campo, cercano; de los montes que ciñen el contorno de la ciudad; de las casas humildes que siembran de albura el quebrado paisaje. Y si queréis tener un compendio de la significación religiosa de la Semana Santa antequerana, y de lo que es la misma Antequera, en su humanidad y en su paisaje, id con nosotros el Domingo de Ramos a la plaza de San Sebastián, donde la fuente gotea su melancolía por los días que se avecinan, y aleros de las casas, disparados desde la alegría mañanera de una nueva Jerusalén alborozada, intuyen esa otra alegría de la Resurrección, donde las campanas multiplican en los cielos su gozo. Acompañad por la calle Infante el paso del Mayor Dolor y os sentiréis estimulados por el fervor de los penitentes que, humilde y sencillamente, ofrecen en silencio homenajes y sacrificios al Señor. Y si iniciáis la subida al Portichuelo, en el camino os encontrareis con la iglesia donde se esconde durante todo el año para salir, esplendorosa y bella, en los días de Semana Santa, la Virgen de la Paz, de una Paz verdadera, una Paz que es objeto de debates parlamentarios, componendas de alto nivel, que no acaba de encontrarse, pero que está simbolizada en la serenidad de este rostro femenino, que afronta con dulce y esperanzadora paz -que relumbra en sus ojos bellísimos- la Tragedia de su Hijo. Y siguiendo más arriba, acompañando a la Virgen del Socorro, el entusiasmo de la vega que os ha agitado el corazón, cuando se remansa en vuestro interior, se os convierte en sensación de tierna compañía, y si entonces tendéis la vista, miráis con amor por un lado las brumas de la sierra cercana, que se derrama por las laderas escarpadas, y veis por otro, cercano, el paisaje melancólico y bello de las antiguas -¡ay!, antiguas ya- fábricas de mantas, cerca del reloj de Papabellotas, que tantas horas venturosas marcó, en su ladera con la escolta fiel de chumberas, como centinelas verdes, fosilizadas en la añoranza de un tiempo más fácil y brillante. Y si vais a acompañar al Cristo Verde que sale de una iglesia antigua, usufructuada por los ancianos de las tiernas Hermanitas de los Pobres portando el paso por la juventud antequerana -otra bella paradoja-, os encantareis con una plaza, la de San Francisco, que, reformada, es hoy mercado y gesticulante y abigarrado complejo humano y fue antes plaza de armas de los cristianos sitiadores y un poco más allá coso vociferante y alegre de festejos taurinos. Y si acompañáis a la Virgen del Consuelo o al Cristo del Rescate, os intrincareis en la calle de la Cruz Blanca, como un río descendente, escoltado por una doble barandilla, asomados a la cual podéis ver y oír a un tiempo el fulgor de una antorcha, el grito enardecido de la multitud, el relampagueo de unos ojos femeninos, enmarcada la mirada bajo el dosel de una mantilla, la primera nota -difícil, que se alarga en el aire, inaugurando el silencio- de una saeta. Y si venís con nosotros a la plaza de Santiago y subís con nosotros la cuesta que de ella arranca, llegareis a ver el paisaje urbano más pintoresco de Antequera, con sus casas humildes y blanquisimas, cuando miréis para Santiago, y si para la carretera, además ahora de la bella barriada de los Remedios, siempre el campo antequerano, con la Peña y su leyenda trágica de amor y su perfil de hombre contemplador de estrellas y, entre ellas, la del alba, anuncio de que el sol sigue saliendo bello por Antequera. En este año posconciliar, yo no quisiera quedarme cesante en esta función de pregonero, tan gentilmente encomendada, tan complacidamente acatada, sin hacer constar mi esperanza, que es ya casi gozosa realidad, en una Antequera, no añorante de glorias pasadas, sino buscadora de glorias futuras, que renueve la tradición de la vega, configurándola como un deseo de ofrecimiento consciente de nuestras costumbres, trabajos, dolores, alegrías, sudores e imperfecciones, nuestros campos y nuestras industrias sobrenaturalizando Cristo, con la intercesión de la Virgen María, nuestros afanes diarios, que nos ayude a comprender que si el paisaje es bello, la vida puede ser dura para algunos; que ya no es hora de mantener diferencias cofradieras por el gorgojeo de los pájaros, que se refugian en los pleitos eclesiásticos que ya se tramitaron; y que, rindiendo culto cada uno a sus devociones particulares, que nos ayudan a comprender el Misterio de la fe en Dios, todos nos sintamos unidos, formando la Iglesia, por la virtud efusiva y difusiva de este otro Misterio, sencillo, maravilloso y entrañable del Cuerpo Místico de Cristo. Así lo desea para todos y para él mismo, este eventual pregonero de solemnidades antequeranas, que deja la plaza pública para que se abra ante el pueblo, paseado con amor por propios y extraños, vecinos de la comarca, campesinos y ciudadanos, el esplendor de una Semana Santa, que en sus tradiciones ha recogido el fervor de muchas generaciones, a las que ahora unimos el de la nuestra, que se inspira, sobre todo, en la sencillez, en la humildad, en la sinceridad, en la fraternidad conciudadana que aspira a dar al hombre lo que es del hombre. |