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P R E G Ó NIlmo. Señor Alcalde Presidente del Excmo. Ayuntamiento.
El pregón de la Semana Santa Antequerana tendrá este año de 1.975 un doble aspecto -como dos caras antagónicas de una misma moneda- positivo el primero, negativo el segundo. A vosotros, mis queridos paisanos, os ha cabido en esta elección la parte peor. Mi voluntad no podrá suplir mi negativa poética, ni mi ilusión reemplazará la expectación afectiva de vuestras propias ilusiones. A mí, sin embargo, me ha colmado el alma en su aspecto positivo la de ser designado vuestro pregonero. Aun sin haber pretendido halagar mi lógica vanidad humana, lo habéis conseguido plenamente, porque a fuer de sincero tengo el honor de confesaros que con esta designación habéis pagado con creces los centenares de miles de piropos que he dedicado en mi retiro de Málaga, durante tantos años de ausencia, a esta querida y hermosa ciudad nuestra a quien nuestros padres y abuelos coronaron de rancia nobleza. Solemne reencuentro de un enamorado bajo las altas bóvedas de la grandiosa excolegiata de Santa María, donde la voz se debilita para hacerse sonora en sus alturas, enardecido por el calor emocionado que me prestáis, empequeñecido a la sombra del peso de nuestras grandes tradiciones os afirmo con juramento evangélico que vuestro pregonero se siente doblemente Antequerano; ¡por mi nacimiento y por afecto!. Afecto que las mas de las veces es un desmesurado amor por todo la que significa esta tierra, rayando casi en la locura pertinaz y endémica, que yo no he deseado nunca, señores, cuando marché de Antequera, ni borrar mi vida ni silenciar mi apellido y mi cuna, porque los hombres no son como el acero que puesto al fuego escupe su escoria, antes bien los que se precian de tales, purificando día a día su escoria, labran así su propia grandeza. Este pregonero es la voz de vuestro pueblo mismo. Nacido y criado en él. Amamantado en el regazo de una familia humilde y modesta, cristiana y honorable, conocedor de sus callejuelas y plazoletas. Que cantó, domingo tras domingo, de Sol a Sol, las historias y leyendas como piedras preciosas que engarzaran su pasado glorioso. Peregrino incansable de sus montañas y de sus valles; gustaba, al atardecer, de subir a la Torre del Hacho, para desde allí mirar las casas pequeñas, recogidas y pobres de los últimos ramales del viejo barrio de San Miguel. Frecuentaba el Monte de San Cristóbal, y subía lentamente su encrespada cuesta, buscando cuarzos para hacer menos fatigoso su penoso desnivel. Sentado sobre una vieja roca, rodeado de romero y tomillo, de aulagas y torviscos, contemplaba el mar inmenso de colores sin límites de la vega, soñando oleadas tranquilas que besaban los puertos imaginarios de tres bellas ciudades andaluzas: Granada, Sevilla y Córdoba, sin cartas de navegación ni rumbos exactos y previstos. A veces, muchas y muy frecuentes, concertando paseos con amigos que aún viven y lo recuerdan, o que murieron, -y lloro al recordarlos-, andábamos camino de la Peña de los Enamorados. ¡Qué inmensa cabeza recostada en la lejanía, como si hubiese sido labrada a martillo y cincel por imagineros gigantes de mundo ignotos! Y después... cuando acortábamos el trecho de los ocho kilómetros, se desvanecía la cabeza y quedaba todo en un inmenso montón de rocas sin formas. A veces, la caminata la hacíamos por el borde del río de la Villa, para llegar hasta el Nacimiento, y nos quedábamos extasiados entre las norias que recogían y escupían el agua en sus cangilones que a la puesta del sol parecían de plata. Algún año que otro, siempre en el centro de la primavera, cuando Mayo soltaba sus mañanas de rocío, organizábamos nuestra excursión a la Sierra del Torcal. A mí siempre me tocaba cargar con el dornillo y la maja, porque la rica porra de los segadores de nuestra tierra, labrada en las alturas, con el agua fresca del “tintero”, rodeado por zarzales y yedras, tocando casi con las manos el cielo, parece comida de ángeles, en un Edén que no tiene similar con ninguna de las ciudades encantadas del mundo. Hay allí valles de alisos y de mirtos, catedrales, sillares misteriosos y estatuas coronadas de grajos y buitres. Hay flores silvestres, que, como decía el poeta, “arden en gigantescos incensarios de piedra”. Soy pregonero de nuestra Semana Santa, pero también de nuestra ciudad. Dejadme que pregone sus encantos. Dejadme que reviva mi niñez y añore mis recuerdos. Nuestro pueblo era un pueblo blanco, claro y silencioso. Uno más de los pueblos de Andalucía, pero más señorial, y quizás más cosmopolita. Yo muchas veces he dicho que tiene mucho de granadino por lo sustantivo. Participa de Sevilla en sus accidentes. Su esencia es muy cordobesa, y muy malagueño en su existencia. Todo ello ha creado una segunda naturaleza en sus hombres, que los convierten en seres amables, socarrones a veces, intuitivos, universales y sumamente inteligentes, como cargadas que llevan sus alforjas de años, de siglos y de histórica prosapia. No se sienten extraños a nada ni a nadie y participan de todos los cambios ambientales en el decurso de los tiempos, sin que mude su fisonomía ni rompa un ápice la mueca de su gesto. Así son los pueblos señores, que nacieron para equilibrar las diferencias regionales, y allanar la transición entre provincias polifacéticamente distintas y diversas. Y aquí os digo que podría estar la grandeza de nuestra ciudad. ¡Hombres importantes de mi tierra, que lleváis dormida en lo más escondido de vuestra alma la semilla de gestas gloriosas, os brindo el despertar del momento presente, con la maravillosa situación que Dios nos ha concedido, para engarzar en vuestros ramajes de pulpos geniales la interrelación de las cuatro provincias más importantes de Andalucía!. ¡Ahí está la futura grandeza de Antequera!. Abandonad vuestro genio de improvisación y labrad con él vuestro futuro, corremos el riesgo de ir fosilizando nuestras vidas y nuestros monumentos, y ese día, señoras y señores, caería sobre nosotros y sobre nuestras tierras la sepulcral maldición que cayera sobre otras ciudades históricas, quedando sólo el recuerdo de la nuestra en un capítulo de la historia de España, o en el cruce de unas coordenadas de la geografía universal. En efecto, para que los hombres y las ciudades sean grandes, más que al presente deben proyectarse hacia el porvenir, hacia lo futuro, hacia lo remoto, aprovechándose del hoy como catapulta que los lance irremisiblemente hacia el mañana. Y ahora, como fiel pregonero tengo que recordaros que el gran pilar de nuestro pasado ha sido nuestro catolicismo a ultranza. Antequera fue grande cuando su espíritu cristiano se volcaba en sus manifestaciones de acendrada piedad, y surgían por doquier iglesias y conventos donde con el incienso aromático se elevaban hasta el cielo las oraciones llenas de pudor de nuestras mujeres, y los rezos varoniles de nuestros hombres. Creció Antequera, rompiendo sus murallas de defensa que le apretaban como a pequeña villa en la estrechez de la colina que pisamos ahora, y tras los duros años de las Reconquista, cuando se sintió libre de los musulmanes, y en las provincias limítrofes se clavaba el lábaro de la cruz, lentamente empezó a bajar sus casas blancas por las laderas del monte -engarzándolas en un rosario de piedra- hasta descansar en el plano horizontal de la vega, y como una vieja matrona, en la frescura de su lecho, se volvió lozana y joven. Y empezaron a surgir, como dedos inmensos que señalan el destino del Cielo, torres bellísimas, espadañas abiertas y graciosas, y los conventos -uno tras otro- se cobijaban a su sombra como para estar bajo el tañido sonoro de sus campanas, y no perderse la temprana hora de los maitines. Y de todas partes, como hormiguitas presurosas y humildes, llamaban a las puertas de los conventos jóvenes castas y los jóvenes generosos que soñaban con ofrecer a Dios lo mejor de sus vidas. Y así nacen los conventos del Carmen, de Santo Domingo, de Jesús, y la Trinidad, de Capuchinos, de San Juan de Dios, y mínimos de San Francisco, de Madre de Dios, y descalzas, y Clarisas, y la Encarnación, y Santa Eufemia y Belén, y San Agustín, y la Victoria, y las Recoletas y las Catalinas. Y se levantaron parroquias. La Colegiata de Santa María, sobre la primitiva de San Salvador, y San Pedro, y San Sebastián, y San Miguel, y San Isidro, y Santiago y San Juan. Desde cuando yo era pequeño, todavía recuerdo el sonido distinto y armonioso de cada una de las campanas de las torres de mi tierra. Y cuando, con la cartera de colegial a la espalda, marchaba por la calle Trasierras, Plaza de San Francisco, Calzada y entraba a mi escuela de la calle de los Tintes, distinguía perfectamente como en un cerco de bronce y de plata la aureola de toques de misas que me invitaban al rezo mañanero. Y casi, sin querer, el ambiente cristiano nos ha ido curtiendo desde pequeños; y hemos ido naciendo a la sombra de un manto de una Virgen, y fortaleciéndonos con el manjar de la Eucaristía. Y no salíamos a pasear sin hacer la visita al Santísimo. Y nos gustaba oír bajo los púlpitos las piezas oratorias de los mejores predicadores de España. Todo ello fue haciendo de Antequera una ciudad eminentemente religiosa, y nos fuimos agrupando de padres a hijos bajo el regazo de la Cofradía de una Virgen, y llorábamos de emoción cuando vestida con los ricos trajes de sus salidas procesionales, la piropeábamos como a la novia más cautivadora de nuestros sueños juveniles. ¡Que Dios me perdone!, pero no sabría distinguir ahora mismo, si a la Virgen de la Paz, o a la Socorrilla las empece a querer por Madre de Dios o por guapas que hechizaron mi alma y robaron mi corazón.
Comienza la Pasión de Cristo. Ha vivido Jesús tres años de vida publica. Ha predicado su Buena Nueva por todos los rincones de Palestina. Ha cruzado una y otra vez las tierras de Galilea, Samaría y Judea. Ha curado endemoniados, ciegos y mudos. Ha resucitado, ante las lágrimas de los amigos y familiares, arrancando el cuerpo de la muerte, a su amigo Lázaro. Ha perfumado el suelo de la tierra Prometida con las pisadas de sus plantas divinas, contemplando sus trigales, sus piedras horadadas, las cizañas de los campos, los granos de mostaza, observando a Marta que mezcla a la harina la levadura para fermento de la masa. En sus noches de paz, bajo el cielo sereno y cautivador, mientras sus discípulos duermen en la era de Arimatea, o en el valle de Betsaida, ha pensado en los tesoros escondidos - ahorro de labriegos- o en las perlas preciosas junto al lago de Genesaret, y con todo ello ha formulado en una filosofía y literatura, sencillas y perfumadas, las más bellas parábolas que oídos humanos pueden oír, sembrando en los corazones de buena voluntad las más fértiles semillas del amor. ¡Que la Religión de Cristo es por encima de todo, la Religión de la caridad y del amor!. Habló muy pocas veces de la justicia, porque encima de la justicia está la Caridad, como corona de piedras preciosas que sobreabunda a las estrictas leyes de las relaciones humanas. Y así, trecho a trecho, entre los vericuetos de las calles de Jerusalén, o en las casitas blancas de Nazaret, o por la región de Cesárea de Filipo, o en las orillas del Jordán, multiplica los panes y los peces, camina sobre las aguas, o suelta su manto a merced de los vientos para que una cananea cualquiera pueda sanar con su contacto, o se dirige a Pedro para fundamentar sobre él su Iglesia, o sube al Tabor para transfigurarse, “quedando su rostro brillante como el sol, y sus vestidos blancos como la luz”. Un día marcará a sus apóstoles, y con ellos a todos nosotros que formamos la Iglesia de Cristo, las condiciones para ser discípulos. “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo; tome su Cruz y sígame”. Ya está Cristo exigiendo a los suyos el sello que les debe distinguir como cristianos: tomar la Cruz y seguirle a Él hasta el Gólgota, para consumir todos juntos la Pasión, sin la cual no será posible que al tercer día podamos resucitar con Él. “El Hijo del hombre va a ser entregado en mano de los pecadores; le darán muerte; pero al tercer día resucitará”. (San Mateo) Los días que precedieron a la Pascua, desde el primer día de los Ázimos, ya Jesús no tiene otro tema con sus discípulos que el tema de la Cruz: “Mi hora se acerca...” “A los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mi no siempre me tendréis. Este perfume que ha derramado la mujer de Betania sobre mi cuerpo es para ungirme para mi sepultura”... “El Hijo del hombre va camino de la muerte, pero; ¡desdichado de aquel que va a entregarme!. Más le valiera no haber nacido”. Entra en el huerto de Getsemaní, y exclama: “Siento en mi alma angustias de muerte; aguardad aquí y velad conmigo”. Y adelantándose unos pasos, cayó rostro a tierra y oró: “Padre mío, si es posible, que pase este cáliz sin que yo lo beba; sin embargo no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Vuelve a los suyos y los encuentra dormidos. “¿No habéis sido capaces de velar conmigo una hora siguiera?”. Todos duermen: El drama de la Pasión no ha calado en los hombres. Duermen las ciudades en sus grandezas. Duerme la historia en sus laureles. Duermen los cercanos a Cristo y los que están lejos de Él. Falta oración. “Velad y orar para no caer en la tentación”. La inmensa mayoría de los apóstoles de nuestros días también han olvidado y abandonado la oración, entregándose a un sueño falto de fe, que más que sueño es sopor, y como consecuencia de ello el pueblo fiel empieza a volverles las espaldas. Y es que las razones humanas sin el perfume de la oración, son incompetentes para mejorar y convencer y arrastrar a los hombres. Por ello los apóstoles modernos sin el bálsamo de la oración solo pueden ser atizadores de fogatas de pasiones torcidas. Y tras la oración, Judas. “Amigo, ¿a qué has venido? ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?.” Es la hora no ya de los dormidos, que peor aún son los hipócritas, las falsas ayudas, las promesas incumplidas, en una palabra: las traiciones. Y a continuación el proceso de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, y la maledicencia cobarde de los Pilatos. El proceso de las mentiras o de las verdades a medias. “Yo he hablado abiertamente al mundo; he enseñado siempre en las sinagogas y en el templo donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí?. Pregunta a los que me han oído: ellos saben lo que he dicho”. Cristo ha dicho siempre la verdad, no ha dicho verdades a medias ni verdades ocultas. Ni traiciona a los que oyeron la verdad y la pusieron como modelo de sus vidas. Recibe Jesús una bofetada, y volviéndose al que le hiere, le dice: “Si he hablado mal, dí que he dicho de malo; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” Recibe de nuevo Jesús una bofetada más dolorosa. La de loas que estamos con Él, porque somos sus discípulos, representados en Pedro. “¿No eres tu también de los discípulos de ese hombre ha quien se ha prendido?.” “No comprendo, -contesta Pedro-, lo que quieres decir. No le reconozco”. ¡Qué difícil se nos hace a veces ser cristianos enteros, y predicar con nuestro ejemplo la grandeza de la doctrina de Cristo!. Es más fácil pasar desapercibidos, y convivir socialmente con Dios y con el Cesar, desde que se descubrió la eterna sonrisa de la hipocresía. Cofrades que seguís el hilo de mis palabras, que vuestra hermandad no viva sólo en el recuadro de la Semana Santa; hay que ser solidarios y hermanos de Cristo en una convivencia entrañable a través de todo el año y de toda la vida. Continúa la Pasión, y se suceden la corona de espinas, la flagelación, el Vía Crucis del dolor, las caídas bajo el peso de la Cruz, y también las pequeñas gotas que alivian la sed del mejor de los nacidos, como fueron Simón de Cirene, María de Magdala, María de Santiago, la madre de José y la madre de los hijos del Zebedeo. Y por fin, el Gólgota. Y en el Gólgota, Cristo crucificado, muerto y abandonado. Al pie, su Madre y Juan el discípulo amado. Su Madre, la que nunca le abandona en los momentos del dolor y del sufrimiento. Hicieron bien las Cofradías, uniendo ambos dolores en todas las procesiones de todas las ciudades y de todos los tiempos, porque no se concibe en mente humana que junto al hijo que llora, que sufre, que muere, no esté firme, la madre doliente. “Stat mater dolorosa”. No sería buen pregonero sin arrastraros al amor de la cruz; por ello yo os pido que estemos muy cerca de ella, a la sombra bendita de su árbol, en la misma corteza del tronco, más aún dentro del tronco mismo. Que si posible fuera, la madera de nuestro propio cuerpo sirviese para recostar la cabeza de Dios; y para sustentar sus brazos, nuestros propios brazos; y para sostener sus pies doloridos el corazón de nuestras propias entrañas. Y nos iremos acercando a la Cruz tanto más cuanto más nos incorporemos a la concordia, al amor y a la paz de nuestros semejantes, abandonando el rencor y los odios entre hermanos. Y en ese Cuerpo Místico que formamos con Jesús estará la verdadera redención del Crucificado. ¡Amor a la Cruz! Que en el elipse de ella es donde se esconde la aurora de las luchas sociales, y en ese propio elipse está la impotencia para resolverlas. Hoy que está la moda Sociología al margen del Cristianismo, hija y heredera de la corrientes modernas, tenemos que volver a la Cruz y al Amor de una Sociología cristiana sin el despótico legalismo, sin la idea seca del deber, sin el feroz utilitarismo, sin el evolucionismo positivista, sin el salvajismo, basándonos solamente en el evangelio, en aquello de que el pobre es tu hermano, y en aquello mas importante de que los pobres de espíritu son los que ocuparán el reino de los cielos, y desaparecerán como por encanto las sombras negras de los conflictos colectivos y de las desigualdades sociales. “Ave, Cruz, Spes unica”; Oh, Cruz, esperanza única del mundo, yo te saludo. Por buen pregonero me tendría, si hubiese conseguido de todos vosotros, señoras y señores, que la Cruz fuese el guía supremo de nuestra vida. Que la Cruz fuese nuestro consultar y nuestro amigo. Que la llevásemos en el pecho con el orgullo de cristianos conscientes, y que donde ella se avergüence de entrar no osemos ni siquiera pasar sus dinteles. Y menos aún tener la cobardía de quitarla y esconderla, que yo os digo que cuando estábamos orgullosos de ella fuimos un pueblo prospero y grande, y cuando se descolgó de nuestro cuello o se anuló de los frontispicios de nuestros hogares y de nuestras entradas, vamos en vertical camino hacia la decadencia y hacia la miseria. La Pasión de Cristo termina en la Cruz, y en la Cruz comienza la aurora de la resurrección. Cristo es el eje, es donde convergen la muerte y la vida. Que tiene el grano que pudrirse en la tierra, labradores que me oís, para que pueda germinar la nueva semilla. Y vosotros antequeranos, sabéis de ello; Que seáis generosos cuando en la sementera de los surcos abiertos depositéis la semilla de vuestro amor. Dios hará resurgir vuestra generosidad, multiplicando aquello de los que os desprendáis, que no conozco a nadie que pierda lo que da, cuando da con amor. Aleluya, aleluya. Cristo ha resucitado, y con él lo haremos cada uno de nosotros. Que nuestro pecado quedó redimido con la muerte, y lavadas nuestras culpas, nuestras debilidades y nuestras miserias con la sangre derramada del Cordero. Aleluya, Aleluya. Esta pasión de Cristo, revivida una vez más, abrirá mañana el telón con el Domingo de Ramos, en el incomparable escenario de nuestras calles antequeranas. Y ya empiezan a oler las iglesias al tufillo procesionero. Junto a las solemnidades eclesiales de los Oficios Divinos, en que enmarca incomparablemente la lectura o el canto de la Pasión del Señor, al ajetreo de los carpinteros montando los tronos, (que en Antequera, y ojalá no se pierda la costumbre, las imágenes siguen saliendo y encerrando bajo el techo que las cobija el resto del año); los albaceas recuentan túnicas, capirotes, estandartes e insignias; los portacirios, saliendo de los arcones, se agigantan con sus cabezas de cera que iluminarán las plácidas noches de la primavera que comienza; los mantos y los palios, enriquecidos con nuevos brocados de oro, van subiendo a sus tronos, y las manos delicadas y gentiles de nuestras guapas mujeres, camareras de honor, le van dando la pincelada del último pliegue, llenando de vida y buen gusto el recinto acotado entre los varales a la dulce figura y encanto de su gracia femenina; y se van acercando los hermanos, ajustando su almohadilla y encintándola a las varas del trono; y se van colocando sobre el peto de la Vírgenes las esmeraldas verdes, y los dorados topacios, las cerúleas turquesas y los blancos zafiros; y se dejan para última hora el brillante que heredó la camarera o el diamante que lució como regalo de bodas; y el ajetreo de las horquillas se hace interminable; y las calas y las rosas y los claveles, y los nardos, y los alelíes luchan en desigual batalla para acercarse a los pies de Cristo o besar y perfumar las plantas de las Vírgenes doloridas. Y se cargan las baterías hasta la saciedad, ocultándolas bajo los tronos, para llenar de ascuas de luz los rostros demacrados y mustios del Hijo y de la Madre; y se acarrea tierra amarilla del Cerro de la Cruz para apisonarla en las huellas que dejaron las últimas lluvias escasas del invierno pasado; y las mujeres sacan al portal las escobillas y los cubos repletos de cal para llenar de luz las fachadas de sus casas; y se pintan de negro los ventanales, y se aderezan las macetas de los balcones, y se limpian los cristales de los exvotos de tantas y tantas esquinas, que como Verónicas aguardan impasibles el paso de los tronos; y en las cocinas de las casas, las abuelas preparan hacendosas los pestiños de azúcar y de miel, o los “Bienmesabe”, o las tortas de aceite con relleno de canela, o el arroz con leche, salpicado de corteza de limón. Aparece ya la Pollinica en el atardecer del Domingo de Ramos por la plaza de San Sebastián. Va Jesús, triunfante y victorioso, rodeado de niños vestidos de hebreos, que portan palmas y olivas. “Decid a los habitantes de Sión: Mirad que viene vuestro Rey, lleno de mansedumbre y montado sobre un pollino”. Y tras Jesús se oye él ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito sea el Mesías del Señor! ¡Hosanna en los Cielos! Los últimos rayos del sol descansan suavemente sobre los tejados, y el Angelote, que corona la torre más hermosa del barroco andaluz, parece que se inclina para incorporarse a la procesión, acompañando al Señor que está orando en el Huerto. Y más niños vestidos de escribas, con turbantes multicolores, y con miradas de inocencia que confortan a Jesús, presagiando ya su Pasión y su Muerte. Y detrás, majestuosa, solemne, María Santísima de la Consolación y Esperanza. No es una Virgen dolorosa, y lo manifiesta en la mueca de sonrisa que deja asomar entre sus labios. Es ella dulce y serena, y parece que nos invita tras el pecado más al amor que al dolor, pues su rostro es un remanso de esperanza en la ya no lejana hora de la Resurrección de Cristo. El Lunes Santo me ha hecho rememorar en la Plaza de San Francisco viejos duendes de leyendas dormidas, y gratos recuerdos de la infancia primera. No volverán aquellas misas dominicales de diez de la mañana, en que un Sacerdote Santo, noble y señor, nos reunía a un centenar de muchachos, vestidos de roja sotana y roquete de encajes, y nos acercaba insensiblemente hacia la Comunión, mientras en el coro unas voces femeninas nos transportaban al cielo con sus gargantas sublimes. Que hermosa era la misa de diez de Don Clemente (Blazquez) en la Iglesia de San Francisco, y que coro el de las hermanas Palma, cuyas voces resonaban en nuestras almas infantiles con el regusto de un coro de querubines. En esta Iglesia radica y sale la Cofradía del Santo Cristo Verde y Nuestra Señora de la Vera Cruz, siendo acompañados los sagrados titulares en un tercer paso por Nuestro Padre Jesús de la Sangre. Cofradía esta, antigua y nueva, resurgida por un grupo de jóvenes y popularizada como Cofradía de los Estudiantes. Y aquí el pregonero tiene que enrollar su pergamino, para dejar mano libre y poder descubrirse ante la juventud estudiantil. Sois para mí, queridos jóvenes, lo que más importa cuidar y mimar, puesto que en vosotros, formados, bien conducidos y preparados estará la grandeza de nuestra patria. Un día no lejano, en vuestras manos caerá el cetro del poder, el fiel de la balanza, la responsabilidad de la paternidad, el futuro de nuestra querida Antequera. Y para lograrlo todo ello con dignidad, hay que prepararse con tesón y sacrificio, con estudio constante y consciente, con la vista puesta en la ejemplar conducta de vuestros padres y de vuestros formadores y educadores, sabiendo distinguir lo que tienen de bueno para imitarlos, y lo que tiene de malo para perdonarlos. Poned la vista y el corazón en esa vuestra madre de la Vera Cruz, alzadla sobre vuestros hombros con ilusión, y mientras la acompañáis, paseándola enfervorizados en la noche del Lunes Santo, pedirle que vuestra juventud no se mancille, ni se deteriore la blancura y la inocencia de vuestra alma, porque España, jóvenes, os necesita enteros, que de medios hombres y de sepulcros blanqueados, y de hipócritas de oficio está ya suficientemente apestada nuestra patria, y urge la regeneración de vuestra savia nueva.
Y entramos en el Martes Santo. Ya ha salido Cristo del huerto de los Olivos, y sus sudores de oración y de abandono, han convertido -aún sin llegar todavía a la Cruz- su rostro dulce y sereno en un rostro cadavérico. ¡Que también las almas buenas sufren el dolor con el abandono del amor!. La corona de espina ha sido ya claveteada punzante sobre las sienes del reo. Las segundas gotas de sangre, que las primeras lo fueron en el sudor de Getsemani, han comenzado a deslizarse por los pómulos de Jesús bueno. La mirada baja, sin atreverse a levantar los ojos para no encontrarnos ni a ti ni a mí entre el populacho de los que le escupimos y le renegamos con nuestros pecados. Las muñecas atadas con sogas de olvidos y de escarnios, y su mano derecha, abriéndola con delicadeza, como pidiendo depositemos en ella nuestro corazón arrepentido. Así nos aparece el reo que sale de la Iglesia de la Santísima Trinidad. Es la Cofradía de Jesús del Rescate y María Santísima de la Piedad. Otra de las Cofradías que han nacido de este resurgir de la Semana Santa antequerana, por el esfuerzo de unos hombres de bien que no se contentan con las glorias pasadas, y ponen botones de amor y sacrificio para engrandecerla. Yo diría que esta Cofradía, antes de salir a la calle, y antes de que sus estatutos fuesen aprobados para procesionarla, existía en el corazón de todos los antequeranos que acudían al templo en determinados días del año, y que ya eran cofrades en espíritu puesto que se dirigían al Dios Padre a través del Hijo Rescatado. Es procesión de penitencia y de dolor. Largas e interminables filas de promesas por el hermano necesitado, por el novio ausente, por el hijo descarriado, por la enfermedad que devora, con la vela en la mano, dan a la noche del Martes Santo un sabor especial de hombres y mujeres doloridos, que quieren ofrendar incienso puro en el incensario del dolor de la Madre Santísima de la Piedad. Y se lleva el luto en el vestir con la negra mantilla clásica, uniforme de la mujer española para las grandes solemnidades religiosas. Y se confunden, en la noche, de vuelta al templo, las lágrimas nítidas de las mozas nuevas con las menos transparentes de las madres sufridas, que unieron al dolor de las lágrimas la negrura del sufrimiento por el peso de los años. Y brota desde la ventana, escondida tras la reja, en la Cruz Blanca, la oración de la abuelita a la Piedad de la Madre, porque le ha permitido poderla ver un año más; y los simbólicos claveles rojos perfuman el ambiente, dando a la procesión del Rescate un sello especial de penitencia, algo así como si el dolor de Cristo fuese el dolor de cada uno de los cofrades y penitentes que la acompañan, convirtiendo el barrio en una parcela acotada del Gólgota, donde se vive y revive la Pasión del Cristo del siglo XX. Miércoles Santo. Un aroma especial inunda las calles de Antequera. Dejad que el pregonero con la voz pausada y temblorosa, ferviente y llena de amor al Santo Cristo y a Nuestra Señora del Mayor Dolor. Mi voz pausada, para no arrancar con la emoción mis lágrimas; mi voz temblorosa, porque en su timbre ya no queda fuerza ni aliento; mi voz ferviente, porque fui devoto de este Cristo aun antes de nacer, en el vientre de mi madre, esa buena mujer que llevó el nombre del dolor como sello personal de su vida, y que ante un hermoso cuadro del Señor del Mayor Dolor, en la salita de estar de casa, la de las fotos y de los recuerdos más íntimos, fue educando a cinco hijos con la sencillez de una mujer de pueblo, con el amor de una santa, sin resquicios de dobleces ni ingratitudes, con la humildad de una señora fuerte y bíblica, teniendo la mirada siempre puesta en el sufrimiento, que como ella decía: “Y si gozamos en esta vida, ¡qué gozo vamos a dejar para la otra!...” Al Señor del Mayor Dolor en la primera ocasión que tuvimos un grupo de jóvenes, había que procesionarlo, porque era otra de la futuras grandes Cofradías que sin tener la lista nominada de cofrades, podía afirmarse que Antequera entera, desde siglos, lo era ya por devoción y por aclamación. Y así, hoy hace 25 años, el Cristo y la Virgen del Mayor Dolor, celebran sus bodas de plata de salidas ininterrumpidas, entre el fervor del pueblo, de todo el pueblo, los de la villa y los de la vega, los de la ciudad y los de la comarca. Y lo hace en un silencio sepulcral, -Cofradía del Silencio-, de penitencia, con cinturones de esparto, que se entremezclan para anudar la religiosa actitud de un lazo simbólico de pobreza y sufrimiento, de dolor y de amor, sin distinciones de sexos ni de edades, que bajo el capirote de esta cofradía se encubre lo mismo el hombre curtido de campo, la sirvienta fiel y honrada, el profesional más honorable y la mujer de más elevada alcurnia. Y así, año tras año, con un esfuerzo descomunal, y con una entrega sin límites ha ido enriqueciendo la Cofradía sus enseres procesionales, bordando sus mantos, llenando de pedrería la corona de la Madre, esculpiendo de plata los cercos de sus tronos, sin olvidar el perfeccionamiento de sus cofrades, agrupándolos en una hermandad sin resquicio de desunión, donde todo ha sido posible, porque tras tantas voces y corazones había una sola voz y un solo corazón. Yo diría que esta es además la Cofradía del orden. Impresiona verles desde los balcones y las ventanas, guardar distancias medidas, sin distraer la vista, concentrada su atención en ese dolor penitencial que les caracteriza, de manera que Cristo no necesita repetirles el clamor profético de “Venid y ver mi dolor”, porque el dolor de Cristo va compartido en todos y cada uno de sus acompañantes. Andrés de Carvajal esculpió la mejor escultura salida de sus manos en esta imagen, vivificando el Dolor hasta un extremo tal, que nos bastara ella para comprender toda la Pasión de Cristo. Si la Pasión de Cristo fue humillación, ahí está reflejada la humillación de Cristo. Si la Pasión de Cristo fue el simbolismo del Dolor, ahí está impreso el Mayor Dolor de Cristo. Las gotas de su sangre caen lentas hasta el suelo desde todas las heridas abiertas de su cuerpo a golpe de latigazos. Sus pies tiñen de rojo los aledaños de la columna. Su boca entreabierta, muda de palabras, presagia los momentos de agonía que se avecinan. En silencio, está gritando: “Venid a mi todos los que estáis agobiados que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y entrad en mi escuela, que yo soy suave y humilde de corazón y hallareis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”... ¡Qué contrasentido el de las palabras de Cristo! ¡Señor!, ¿qué tu yugo es suave y tu carga ligera?. Acompañándole, va detrás, clavado su seno con daga de plata la Madre buena del Mayor Dolor. Las manos cruzadas al pecho, y tan suave la mirada, puesta al frente sobre el trono del Hijo, que parece querer mitigarle su dolor, ocultando misteriosamente sus lágrimas, tras sus bellas pupilas. Bien podía haber dicho el poeta de Ella, que
“Todas las primaveras se juntaron para hacer el rocío de su lloro y dieron a su voz timbre sonoro las arpas de los cielos que cantaron.”
Es mi Virgen del Mayor Dolor la belleza dolorosa y esperanzada de una Madre que inmola su amor por el Dolor de su Hijo, para redención de todos los hombres.
Jueves Santo. Estamos ya centrados en la Semana Mayor. Es el día del amor. Tras los Santos Oficios, en que Cristo ha convertido en comida su carne y en bebida su sangre, y se ha quedado encarcelado en su monumento, para gozar del perfume de las flores de nuestros jardines, y de la visita, cariñosa y leal de todos los antequeranos, hay dos barrios hermanos que se visten de fiesta, el barrio de San Pedro y el barrio de Santiago. Por la cercanía de la vega, que comienza donde terminan las casas, son las cofradías enclavadas en ellos, la que más labriegos y hortelanos arrastran. Yo que viví mi niñez y mi juventud cerca de la humilde plaza de Santiago, os podré hablar del encanto que encierra la Virgen de los Dolores y la Virgen del Consuelo. Sale la Cofradía de Servitas de Nuestra Señora de los Dolores, del bello y grandioso templo de Belén, donde las primorosas monjas Clarisas trabajan y rezan durante todo el año. Cuántos y cuántos polvorones, con sus cruces de azúcar y canela salen por el torno de las monjitas fabricados con tanta dulzura y delicadeza, que muchas veces me he parado a pensar que la Virgen de los Dolores, en sus ratos de silencio y de ocio durante el año, bajará de su hornacina, y con el blanco delantal de las operarias pedirá puesto en el obrador, y cercana al lebrillo, amasará la harina candeal con la suave manteca, y en el hueco de sus manos calientes formará los exquisitos polvorones, y los finos mantecados, y los alfajores de almendra, ya que de otra forma no sabrían a gloria como saben. Es la Virgen de los Dolores la Señorona de la Vírgenes de Antequera. La majestad de su rostro, la belleza incomparable de sus ojos, tristes pero serenos, negros y penetrantes; la boca semicerrada, en un gesto de pena contenida y de suspiros ahogados; las cejas ligeramente arqueadas y fruncidas alargan el perfil de la nariz para hacerlo descansar con suavidad sobre su frente; sus pómulos casi sin pronunciar para no ocultar desde ángulo alguno la grandeza y hermosura de sus ojazos de mujer que prodiga nuestra tierra. Las manos blancas entrelazan sus dedos con finura y elegancia tal que parece como si quisiera guardar entre ellas, ajustados y apretados, todos los piropos que va despertando su paso por las calles del barrio. Y yo no sé qué tendrán las flores que adornan su trono, o con qué manos angelicales son colocadas, que los ramilletes de calas se vuelven poemas de palomas, y la gracia de su movimiento al andar, las convierten en abanicos que refrescan el rostro sudoroso de la Madre dolorida. Y el balanceo de su palio se hace majestuoso, en los hombros de los hermanos de trono; y los arbotantes que ocultan las luces tras las tulipas se alargan para acariciarles sus mejillas; y las miradas furtivas de las mozas del barrio quisieran, si posible fuera, robarle su encanto y su belleza; y los corazones de los vecinos se apilan en silencio en los huecos y dobleces del manto; y las monjitas de Belén y de Santa Eufemia, escondidas tras las celosías, desearían por una vez al año exclaustrarse de sus conventos para seguirle los pasos a la Madre en un idilio de vírgenes desposadas con su Hijo; y la fuente de Santiago se acerca a ella, lenta de piedra y mustia de adornos, para que la Virgen se mire por un momento en el espejo cristalino de sus aguas, y aderece como mujer al fin, la blanca pañoleta que han sacudido los vientos encontrados de las cuatro esquinas que convergen en la plaza más típica y bonita de mi pueblo, la plazita que con sus cuatro cantillos parece un clavel entreabierto. ¡Vecinos de Santiago!. No reneguemos de nuestra humilde cuna que la Madre más guapa del mundo quiso venir a nuestro barrio para vivir la eternidad con nosotros. Preceden al paso de la Virgen Dolorosa de Servitas dos tronos de Cristos de Pasión: Nuestro Padre Jesús de la Columna y Nuestro Padre Jesús Caído. De la grandiosa Iglesia de San Pedro, el mismo Jueves Santo, sale la Hermandad del Santo Cristo de la Misericordia y Nuestra Señora del Consuelo. ¡Cuantos y cuantos gratos recuerdos de esta Parroquia, a la que dedique gran parte de mi juventud como Presidente de Acción Católica!. Era Parroquia modelo, donde todas las asociaciones se daban cita, y la vida cristiana se hacía fácil a todos los feligreses porque aquella era verdaderamente la casa de Dios y la casa de los fieles. No olvidaré la pujante Sacramental modelo que un Antequerano de pro llevó a la altura mayor que llevarse puede: Don Luis Moreno Rivera; y para el que hoy tengo el recuerdo más grato de haber sido amigo y su confidente -salvando la distancia de años que nos separaban-, pero que una misma ilusión y entusiasmo por las cosas de Antequera nos unía y nos abrazaba. Sus hijos heredaron de él, que buena escuela tuvieron, el amor por nuestra tierra, y bien se nota en la pluma de mi buen amigo Joaquín y en el buen quehacer cofradiero del menor de los hermanos, mi entrañable Juan Luis. No olvidamos ni olvidaremos nunca las vísperas de la procesión de impedidos, en que el barrio se convertía en un templo de luces, de música, de tracas y de bengalas; los balcones y ventanas repletos de geranios y gitanillas con los mantones de Manila, las sábanas y colchas de colores, los cobres brillantes colgados desde el suelo hasta el cielo de las casas, relucientes de blanco, de oro y de fuego, expectante el vecindario de que a la mañana siguiente el Cristo Eucarístico iba a ser llevado como último viático -pan para el camino largo de la agonía-, a los extremos de la Parroquia. Sí; así era San Pedro en sus buenos tiempos, cuando su sacristán Pepe Bracho, enamorado de su profesión de guarda fiel de su Parroquia, se volvía a mí para decirme cariñosamente: “Entre D. Luis y tú no me vais a dejar un minuto libre para echar un trago en la taberna de la esquina”... ¡Qué faltas están hoy las Parroquias de cristianos que tomen la casa de Dios por su casa, y que hagan de la feligresía un nudo ligado con ella, donde latan al unísono las necesidades de los pobres y el desprendimiento de los ricos!. ¡Que eso era la Parroquia de San Pedro, modelo al que debieran imitar los Parroquianos de hoy!. Y dejo los recuerdos a un lado, que el pregonero también tiene derecho a revivir sus sentimientos, pues todo ello es hacer patria chica, y tanto más se la ama cuanto más se la recuerda. Estamos ya en la recoleta plaza de San Pedro; y al igual que en el vecino barrio, la gente sencilla se abre camino, buscando lugares insólitos y estrechándose hasta lo increíble para poder asomar sólo la mirada y contemplar la salida de su Cristo de la Misericordia y María Santísima del Consuelo. Ni un solo año de los que han procesionado las venerables imágenes he dejado yo de asistir a esta salida. A veces llegué con el tiempo preciso, tras un largo galope por los montes, para verla, “piropearla”, pedirle misericordia al Crucificado, y tirarle cuatro besos a la Virgen, mientras brotaban unas lágrimas de amargura o de emoción en los ojos. ¡Que los hombres también lloran!. Y le pedía a Ella por esos grandes amores que su Hijo Misericordioso tuvo la bondad de regalarme: una esposa caritativa y noble, fiel y hacendosa, y cuatro hijos educados, inteligentes y buenos. Grandioso trono el de la Virgen del Consuelo. Como una nave gigantesca sobre las aguas rizadas de sus flores y cirios, se desbordan bajando por la calle Santa Clara. Y todas las parece que van a recogerse sobre sí, calladas, estrechándose, para dejar más anchura de calle al paso de la reina del barrio de San Pedro. Y el cielo se torna más vivo y transparente para iluminar su rostro. Y bajan ángeles invisibles a dejarle, por una noche, prestadas estrellas relucientes del firmamento, que depositan amorosamente sobre su rica corona, y sobre los brocados de su manto prodigioso; y el aire suave de la primavera que parece de cristal, se acerca coquetón a sus mejillas para besarle las perlas de sus lágrimas. Y un pañuelo de encaje cuelga primorosamente de sus manos, que es Virgen también de Pasión y va en Vía Crucis, acompañando el Cuerpo muerto de su Hijo Misericordioso. Y tras la noche incomparable del Jueves Santo, la Semana Mayor Antequerana, en cuanto a desfiles procesionales, tiene su eje central en el Viernes Santo. Los pueblos del mundo, repartidos por la rosa de los vientos en los altos picachos de las cordilleras, en las faldas de la montaña, en las vegas fértiles o en las orillas del mar, cada una tiene algo peculiar que le caracteriza, que le infunde una segunda naturaleza, como una diferencia específica que permite el que no haya dos iguales en el concierto de ciudades del universo. Cuando en mis largas noches de lejanía de mi Antequera, con la luz de su cariño clavada en mis recuerdos, mi imaginación buscaba algo que a todos los antequeranos nos hiciera sentir al unísono, y coordinar el latido de tantos y tan diferentes corazones, hay sólo una campanada que me hacía pensar era suficiente para congregarnos a todos los que estamos en puntos distintos, la dulce y sonora campanada que en el Viernes Santo nos avisa y convoca para la salida a la calle de las dos grandes Vírgenes, que embrujaron nuestras vidas desde que nacimos, la Virgen de la Paz y la Virgen del Socorro. Y ciertamente, señoras y señores, todos los hogares de todos los rincones de nuestra comarca presentan ese día del Viernes Santo un sello especial. Se sacan de los baúles los trajes que en muchas casas de labriegos y campesinos durmieron y descansaron durante un largo año. Se exige la camisa más blanca y planchada. Se pide la corbata más oscura, y se clava al pecho con el alfiler que se guarda para las grandes solemnidades. Las casas de los familiares en el pueblo es el centro que cobija a cuantos están dispersos por la vega, en las cortijadas o en las caserías, el resto del año; y desde los puntos más diversos, a donde los llevó la necesidad del trabajo, vuelven los Antequeranos a ver su Paz y a su Socorro. Pienso que si una bomba misteriosa quisiera extirpar de raíz el antequeranismo, habría que dejarla caer en la Plaza de San Sebastián, cuando mirándose frente a frente las dos Vírgenes, se saludan, y junto a todos los hijos que llegaron de todos los rincones, se dan la paz...
“La paz del Señor sea contigo...”. Y el eco de la paz celestial de las dos madres, llega a los hermanacos de trono, y se cruzan en un abrazo de paz los hermanos mayores, y lloro de paz sobre el suelo el pueblo entero apiñado, y desde los balcones y los tejados y la fuente y el arco, y desde las cuestas adyacentes, gritan y se abrazan, como si una locura colectiva hubiese unido en simbiosis de amor a todos los antequeranos de todos los tiempos. Que allí en la Plaza de San Sebastián están los Narváez, los Talavera, los Moreno, los Rosales, los Muñoz, los Berdoy, los Blázquez, los Vidaurreta, los Morales, los Jiménez, Los Ruiz, Los Ortega, Los Rojas, los Laude, los Herrera, los Carreira, Los Carrasco, los Cámara, los Espinosa, los Macías, los Perea, los Cabrera, los García, los González, y los Checa, y tantos y tantos apellidos conocidos o desconocidos, que cuando se dirigen a la Madre no necesitan identificarse con su nombre de pila, sino que les basta el glorioso patronímico de antequeranos. Viernes Santo. Contraste de dolor y de alegría, y de amor. Ojalá que un juramento de estas dos cofradías, en el año de 1.975, fuese capaz de decidir que por nada del mundo se le privase a Antequera el espectáculo grandioso de los tres grandes reencuentros de la Plaza de San Sebastián: El de la Virgen de la Paz con la del Socorro, el de los antequeranos con sus Vírgenes maravillosas, y el de los antequeranos entre sí que vienen de todas las latitudes. Y es que se puede ser y se es cofrade y amante de cualquier otra cofradía, que ello no es óbice para que además y como botón de gloria y distintivo de antequeranismo, hay que serlo también de la Virgen de la Paz y de la Virgen del Socorro. Y para terminar no quisiera este pregonero dejar de tener un recuerdo para las armadillas y los hermanos de trono. Son las armadillas y los hermanos de trono, con su tipismo secular, los verdaderos pregoneros de cada una de las procesiones de nuestra Semana Mayor. Su paso por la calle de Estepa, ligero, majestuoso, al compás de las bandas de música, con los soles, los estandartes, las cruces guía, las túnicas bordadas, los campanilleros de lujo, los Hermanos Mayores de Trono, los que nos convocan al desfile procesional de cada día. Y al conjuro de su amor, nos arrastran, haciéndonos penitentes de excepción en cada lugar de cada calle; que para ser cofradiero y no espectador basta con tener el alma limpia y la oración a las sagradas imágenes a flor de labio, brotando sentida y sencilla de cada uno de los corazones. Suprimid las procesiones y tendríais que arrancar las páginas más hermosas de nuestra historia antequerana, a la vez que ahogaríais la esperanza de verlas desde el cielo a tantos antepasados nuestros que dejaron sus más preciadas joyas colgadas de los pechos de las Vírgenes y enriqueciendo los brocados de oro de sus palios y tronos. ¿Qué decir de las Vegas de nuestras procesiones, cuando todos a una, en un arranque de amor, sin fuerzas ya en el cuerpo pero con la otra fuerza sobrenatural del alma, en carrera impresionante, los Cristos y las Vírgenes van subiendo, volando diríamos, las cuestas empinadas donde están enclavados sus templos -y si no lo están se lo inventan- y desde lo alto se asoman a la vega para disfrutar de su vista y bendecirla mientras las lágrimas brotan de emoción por los ojos, y los pechos revientan de alegría, y las manos se hinchan con la sangre de los aplausos, y los vivas rasgan el cielo sereno de la primavera recién comenzada?. Espectáculo inenarrable, regalo dado por Dios sólo para los que nacen en nuestra tierra, que ni los turistas ni los extraños, comprenderán jamás la locura colectiva que nos embarga, cuando los hermanos mayores ante el trono de su amado o de su amada gritan el grito de “A la Vega, a la Vega...”. ¿Sería mucho pedirte, mi querido alcalde Paco Ruiz, que tú que estás cambiando para bien la fisonomía de nuestro pueblo, buscando el regusto de una plazoleta para dejar en ella al transformarla tu mimo cariñoso, inmortalizaras también el grito antequeranísimo de las vegas procesionales, y lo dejaras impreso en cuatro calles antequeranas y precisamente las que provocan con su empinado desnivel el que pudiéramos llamar nuestro grito de guerra?. Así a la cuesta de Archidona o calle Córdoba, la llamaríamos “Cuesta de la Vega de los Dolores”; a la subida de la estación que desemboca en la Cruz Blanca “Cuesta de la Vega del Consuelo”; “Cuesta de la Vega de la Paz” a la de Santo Domingo; y a la de Caldereros, “Cuesta de la Vega del Socorro”. Que no creo se disgusten los archidoneses, ni los cordobeses, ni los ferroviarios, ni los caldereros; y así en los rótulos de estas cuestas quedaría el recuerdo de una escena procesionera, la más hermosa y familiar de cuantas distinguen a nuestras procesiones de las del resto de España, inmortalizándolas para bien de nuestros paisanos y para mejor de las propias calles a que aludimos.
Y se va el pregonero. Os dejo, pero no os abandono; os pido perdón por la mediocridad de mis palabras, pero no me avergüenzo del cariño con que las expresé. Y cuantas veces me busquéis, a nivel de ciudad o a nivel personal, con todas mis escasas fuerzas me volcaré, que eso sí, más hace el que quiere que el que puede. Que las grandes montañas se hicieron con sumas de pequeños granitos de arena. Que las grandes familias, y los linajes surgieron de la buena avenencia de los dos primeros enamorados. Que David pudo a Goliat, por su fe. Que cada uno de nosotros lo puede todo, si une su mano extendida a las manos abiertas del Crucificado, y su corazón lo encierra en el pecho amoroso de cualquiera de las Vírgenes con advocacion antequerana, pero que en el fondo no son más que una, María, la Madre de Dios y de los hombres. A mi Antequera dedico el epílogo de mi pregón conmovido. Y para hacerlo con palabras mejores que las mías, le robo al poeta malagueño de Benasque las dos últimas estrofas de su canción al Torcal.
“A la rancia corona de nobleza, que decora ¡Oh ciudad! tus timbres reales, otra quiso la gran Naturaleza ajustar a tus sienes inmortales.
Y te dio por diadema una montaña hecha por el temblor de un cataclismo; ¡parece que tu frente es toda España, y el Sol un beso que te da Dios mismo”.
He dicho. |