PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA
PRONUNCIADO EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS REMEDIOS LA NOCHE DEL SÁBADO 29 DE MARZO DE 1.980.
POR
D. FERMÍN REQUENA ESCUDERO.
Datos biográficos de D. Fermín Requena Escudero
D. Fermín Requena Escudero nace en la ciudad de Melilla el día 19 de Septiembre de 1.929. A la edad de once años trasladaba su residencia a la ciudad de Algeciras donde ultima sus estudios de Bachillerato. En el año 1.947 pasa a vivir a la ciudad de Antequera, cursando sus estudios de Magisterio en Granada.
Posteriormente se matricula en la Universidad de Sevilla, donde obtiene la Licenciatura en Filosofía y Letras, sección de Historia. En el 1.958 gana las oposiciones a Cátedra de Geografía e Historia en Madrid con el número uno de su promoción, obteniendo la plaza en la Escuela de Magisterio de Huelva, de la que fue Secretario y más tarde Director durante veinte años.
En el 1.972 obtuvo el Doctorado por la Universidad de Sevilla, con la tesis “Historia de la Cátedra de Gramática de la Iglesia Colegial de Antequera en los siglos XVI y XVII” obteniendo la calificación “sobresaliente cum laude” y el premio “Archivo Hispalense”. Tesis publicada por la Excelentísima Diputación Provincial de Sevilla.
Su libro, “Un Humanista y Poeta Andaluz del siglo XIX, aportaciones a la biografía de Juan María Capitán”, se publicaría en 1.988 a expensas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Jerez de la Frontera.
P R E G Ó N
Dignísimas Autoridades. Agrupación de Cofradías. Cofrades antequeranos. Señoras y Señores.
La Agrupación de Cofradías de Antequera, por boca de su Presidente, ha tenido la gentileza de invitarme para que hoy ocupe este lugar, para que hoy me convierta en el Pregonero de nuestra Semana Mayor. Es muy complejo expresar en estas palabras iniciales el cúmulo de sentimientos que me embargaron al conocer la noticia. Mi larga permanencia en la ciudad, a la que llegué en plena adolescencia, mis vinculaciones familiares, el hecho de que en ella reposen mis progenitores, mi dedicación dentro del campo profesional a la investigación y estudio de particulares facetas de su pasado, el regusto de su recuerdo, la nostalgia que invade nuestro espíritu cuando se piensa lejos, las amistades que aquí quedaron y las que nos abandonaron para siempre; todo en suma, hizo que Antequera ocupara en mí el lugar de la patria chica, a la que volví siempre que se me presentaba la más mínima de las ocasiones.
Por ello, por todo ello, ser pregonero en Antequera significaba para mí, junto a la responsabilidad que el quehacer tenía, el honor de haber sido elegido y así poder manifestar, a mi manera, todo el amor que a la ciudad profeso, el respeto que siento por sus venerables tradiciones, y el deseo ferviente de que los tiempos futuros la sigan contemplando grande y gloriosa.
Gracias, mi querido amigo Juan Manuel, pregonero brillante de 1.979, por esas palabras tuyas, elogiosas en demasía, que has pronunciado en tu presentación; palabras que han surgido más del fondo entrañable de la amistad que de los auténticos merecimientos del pregonero de hoy. Tú y yo, antequeranos de adopción. Tú me has dado el relevo con tu palabra cálida y vibrante. Yo lo tomo de tí anhelando poder cantar, como tú lo hiciste, el fondo y la forma, el pórtico y la esencia, la tradición y las tradiciones, el cuerpo y el espíritu de nuestra Semana de Pasión. Yo hoy recojo la antorcha que tú me has cedido, antorcha que aún mantiene la luz viva y los ecos de tu propio pregón. Y al recoger la antorcha expreso mi deseo de ofrecer estas líneas al pueblo antequerano, que sabe mantener en lo profundo de su alma las áscuas, el rescoldo durante todo el año, para convertirlo en fuego intenso y profundo de amor por encima de todo, de pasión compartida, de fervor y de recogimiento.
Hoy, Antequera, tus hijos me han concedido el don y la gracia de ser tu pregonero; de lanzar a todos los vientos las excelencias de tus tiempos presentes y pretéritos, que han de salir a la palestra remontándose al menos a aquella época heróica en que tú, dejando de ser musulmana, te convertiste en una de las luminarias, avanzada de Andalucía, de la causa cristiana. Porque aquella Reconquista tuvo mucho de guerra santa, y tú fuiste desde entonces la cruz de guía de aquellos esforzados guerreros que iban a ganar un trozo más de patria y un pedazo más de terreno para la cristiandad. Y luego, con todo el señorío y la madurez que los siglos te fueron dando, tú, Antequera, labraste tu propia prosperidad espiritual, al mismo tiempo que tu bella estampa de población crecía y crecía, ocupando, desde la cumbre de tu castillo y desde las calles y plazas de tu antigua ciudadela, las tierras llanas que a sus pies se extendían.
Muchos cantores enamorados has tenido, muchas plumas ilustres te ha pregonado, muy inspirados poetas han dejado hasta el fin de los tiempos lo que a los prosistas les era difícil o casi imposible de expresar. Tú, musa e inspiración de éstos y de aquéllos, al abrazar la causa cristiana, sembraste, de padres a hijos, de generación en generación, los pilares inconmovibles de tus sentimientos religiosos. Y esos sentimientos religiosos dejan su traducción en el apogeo de los antequeranos a su peculiar Semana Santa, en la religiosidad popular que es espíritu vivo, y en esa fe inquebrantable que siempre fue herencia de tus antepasados.
Ya el siglo XV, a raíz de la conquista de la ciudad por las huestes de Don Fernando, y designado primer alcaide de la fortaleza Rodrigo de Narváez, ve en sus inicios una de las primeras procesiones de carácter religioso, cuya finalidad fue la consagración de la mezquita que se ubicaba en el recinto del castillo. “Grandes, señores, capitanes, ricos-hombres, eclesiásticos y demás personas de distinción” componían la comitiva. “Al frente los pendones de la Cruzada, Santiago, San Isidoro, la bandera de las armas del regente de Castilla y el estandarte de su divisa”. Y, como requisito indispensable de la ceremonia, “el clero secular y regular portaba cruces y reliquias de mártires”. El Arzobispo de Santiago, Don Lope de Mendoza, bendijo y purificó el nuevo templo. Antequera contaba con su primera iglesia, que había de denominarse San Salvador. Al poco tiempo, Santa Eufemia sería elegida patrona de la villa, después de una no poco acalorada controversia.
Y no menos carácter religioso hubo de tener la institución del escudo de armas de Antequera y su emblema central, la jarra de azucenas. Fue debido al fervor de nuestro Infante, que quisiera implantar aquí la antigua devoción, recogida por la leyenda, a aquella imagen de Nuestra Señora que viera en una cueva el monarca Don García de Navarra. La imagen, arrodillada, parecía estar embelesada escuchando palabras celestiales. Sobre un altar contiguo descansaba una jarra de azucenas. Esta visión, que dio lugar en su tiempo a la construcción de una iglesia y de un monasterio del que se encargaron los monjes benedictinos, fomentó igualmente la creación de una Orden Militar, la de los Caballero de Terrasa. El infante Don Fernando extendió la orden y la devoción por tierras castellanas y aragonesas, siendo, como hemos dicho, nuestra ciudad lugar predilecto para expresar, en el escudo de la misma, la antigua y piadosa tradición.
Momentos difíciles hubo de atravesar la ciudad a lo largo y a lo ancho de su historia, pero en esos momentos difíciles jamás faltó en sus hijos la devota piedad de solicitar la protección divina. Recordemos, por ejemplo, aquella epidemia de peste de comienzos del siglo XVII. Tanto arreció, tanto azote representaba, que el primero de junio de 1.601 se acordó hacer en la Capilla del Rosario, donde estaba Nuestra Señora de la Esperanza, “las nueve festividades en nueve días consecutivos con toda solemnidad y ornato, con procesión general que iría desde la Iglesia Colegial de Santa María hasta la de la Concepción”. O aquella otra de mediados del mismo siglo, en que se determinó no faltase a la plegaria ningún prebendado “pena de un real al que faltase en cada vez”. En esta ocasión fueron incluso suprimidos los Sermones de la Cuaresma “por los concursos y juntas que de ellos proceden de no estar como no está todavía limpia esta Ciudad de los trabajos de la peste y contagio de ella que ha padecido y está padeciendo”. Igual causa tuvo otra de las medidas tomadas, la de que la procesión del día de San Marcos -25 de Abril- no se hiciese sino hasta la fuente de la Plaza Alta y volviese de nuevo a la Iglesia, “respecto al estado del tiempo y riesgo de los concursos”. Y otro tanto sucedió con las tres procesiones de las Letanías y con la procesión del Corpus, que por idénticos motivos no habría de salir fuera del recinto de nuestra Colegiata en aquel señalado día de Junio de 1.650.
O aquella otra epidemia del último tercio del mismo siglo, en que, según consta en las Actas Capitulares del Cabildo Colegial, se acordó, en un 18 de Marzo de 1.679, que se hiciesen “rogativas por las necesidades públicas y en particular por la de la peste”. En este caso se vuelve a acudir a Nuestra Señora de la Esperanza para suplicarle intercediese “con su Benditísimo Hijo Nuestro Señor y Redentor Jesucristo para que su Divina Majestad se apiade de esta Ciudad y le dé la salud que necesita por su infinita misericordia”. También en esta ocasión hubo de suspenderse la procesión general ordenada por el Rey Carlos II para el día 20 de Agosto, por celebrarse ese día su desposorio en París “con la Serenísima Princesa María Luisa de Orleáns su sobrina”.
Y más adelante, en los primeros años del siglo XIX, cuando buena parte de Andalucía se vio malherida por la fiebre amarilla, habiéndose librado milagrosamente Antequera, el Cabildo de la Ciudad acordó la celebración de una función en acción de gracias, esta vez a Nuestra Señora del Rosario.
Pero el fervor y la devoción a la Santísima Virgen y a su Divino Hijo no se ponen de manifiesto tan sólo en los momentos difíciles y penosos, sino también en aquellos otros en que la Iglesia celebra algunas de sus festividades o en que los acontecimientos locales exigen una mayor solemnidad. Y acontecimiento fue, por ejemplo, para la ciudad de Antequera, el traslado de la Colegiata desde Santa María la Mayor a la parroquia de San Sebastián. Largas y laboriosas gestiones hubo de realizar el Cabildo eclesiástico. Muchas fueron las razones que se esgrimieron, algunas de ellas bastante peregrinas. Y no siempre coincidieron las opiniones de los capitulares de la Ciudad y de los capitulares de la Iglesia. Por fin, al cabo de muchos años de que se iniciaran las gestiones, el día del Corpus del año de gracia de 1.692 el templo de San Sebastián era elevado a la categoría de Colegiata. Pues bien, en acción de gracias, el Cabildo decidió por votación instituir una fiesta perpetua a Santa Rosa de Santa María, por la intención de Fray Alonso de Santo Tomás, a la sazón obispo de Málaga. En el traslado, que como acabamos de afirmar coincidió con la festividad del Corpus, fueron llevadas en procesión las imágenes de Nuestra Señora de la Esperanza y de Nuestra Señora de la Antigua, recogiéndose en el trayecto la de San Sebastián, que permanecía en aquel entonces en el Convento de Madre de Dios, a consecuencia del pavoroso incendio que padeció la Iglesia de la que es titular.
La devoción de Antequera se hizo carne en sus hijos. No forzosamente hay que acudir a las páginas del libro de la Historia para demostrar este aserto. La tradición se fue conservando y se hizo patente a lo largo de los siglos. Y los antequeranos la sintieron y la vivieron en su plenitud. Fue tradición conservada en las formas, pero fue al mismo tiempo tradición inserta en el fondo de sus corazones. Tradición religiosa de costumbres, pero a la par sentimientos que impregnan el ser de cada uno de los hijos de la ciudad. ¿Qué es, sino, ese potencial anímico colectivo representado en la solemne procesión del Cristo de la Salud y de las Aguas?. Peticiones y acciones de gracias, penitencia anónima o pública, pero auténtica penitencia. Fe a toda prueba puesta llanamente de manifiesto. Y a sus cultos, a su novena, a su procesión acuden los antequeranos presentes y ausentes, estos últimos a veces desde muy lejanos lugares.
¿Qué decir, pues, en Antequera, que año tras año sabe vivir y sabe expresar sus devociones?. No hay, como antes decía, que remontarse a la Historia, para comprender que no es un mero tópico aplicable a cualquier geografía.
Y esa religiosidad antequerana se manifiesta aún más. Preclaros hijos de la ciudad la han plasmado en su nombre y en el nombre de todo un pueblo. No a todos ha dado Dios el don de saber expresarse poéticamente, pero aquellos que con él nacieron cantan en su voz lo que los demás no saben expresar, y sin embargo llevan dentro y sienten. Y en Antequera nunca faltaron poetas que ensalzaran y piropean a su Vírgenes, que retrataran el costumbrismo de los desfiles procesionales, que entregaran en sus versos el preciado y precioso tesoro del amor y de la entrega. Ni faltaron tampoco los artistas geniales que como los orfebres, de tanta tradición en la ciudad, ofrecieron y ofrecen sus exquisitas obras para el mayor esplendor, gloria y realce de templos y procesiones. Es el gremio de los plateros el que en el siglo XVII fundó la Cofradía de San Eloy, que tenía su sede en el Convento de San Agustín. Ni faltaron tallistas ni imagineros que supieron crear imágenes celestiales; ni artistas de la policromía; ni artesanos en diversos oficios que también colaboraran en el fervoroso quehacer de las cofradías y hermandades.
Y junto a ello, el trabajo callado y anónimo de tantos antequeranos, que cuando llega la Semana Grande ofrecen en penitencia las cruces de sus vidas.
¿Ha de extrañaros pues, con estos condicionamientos, la grandeza de nuestra Semana de Pasión?.
Por si algo faltara, Antequera, la ciudad, pone el resto. La ciudad antigua y la ciudad nueva, las pinas cuestas y el tendido llano. Desde el Papabellotas hasta la Alameda, desde el Cerro de la Cruz hasta Capuchinos. ¡Qué visión más hermosa cuando desde la altura se contempla Antequera recostada en sus cerros extendiendo sus últimos perfiles hacia el plano esmeralda de la Vega!. Legendaria e histórica, con páginas de honor y con timbres de gloria. Y desde la atalaya, el celoso vigía de la fortaleza de Al-Karmén, silueta recortada sobre la pétrea mole del Torcal, carcomido de años y calado de cielos. Histórica y moderna, salpicada de torres y de templos, de palacios y casas señoriales, de contrastes de blancura de cal y de piedras ennegrecidas por los años. Blasones de nobleza, rancio abolengo que los siglos vieron. Cuna de hombres insignes, que pregonan tu nombre. Solar incomparable de nuestra Andalucía. Encrucijada de caminos... .
Desde la Vega al alcor, desde el alcor a la Vega, suspiros prenden el aire de nostalgia y de tristeza, por aquel lejano día que el musulmán te perdiera. Cinco siglos largos ya cristiana te convirtieras, cinco siglos de hidalguía, cinco siglos de grandeza. Coronas ciñe tu frente de cristiana y de agarena... de tu glorioso pasado se hacen lenguas los poetas. Guadalhorce lleva el canto y el Torcal tus sueños vela. La torre de tu castillo proclama tu fortaleza. Mil heraldos te pregonan sobre la faz de la tierra, que son heraldos los vientos que movieron tus veletas, y son heraldos los sones de tus campanas, que vuelan dando al aire tus latidos en dulces notas angélicas. Hendido tu cielo está por las agujas esbeltas que son, acercando cielo, las torres de tus iglesias. Un gozosa plenitud el presente te contempla... en sentir profundo vibra dejando indeleble estela: Es el pregón de la Historia -Nítidas voces proféticas- desde la Vega al alcor, desde el alcor a la Vega, ANTEQUERA POR SU AMOR y el AMOR por Antequera.
Tiempo de Semana Santa, la semana “penosa” de los antiguos. Jesús de Nazaret, el que a nadie negaba su palabra, el que “invitaba al banquete de su doctrina al mundo entero”; el que en el Sermón de la Montaña dejaba atónitos a justos y pecadores diciéndoles verdades de Vida Eterna, que jamás habían sido oídas; el que, enérgico y dulce, lo mismo arrojaba del Templo a los mercaderes que solicitaba un poco de agua de aquella mujer samaritana, a la que ningún orgulloso judío se hubiera dignado dirigir la palabra. Jesús de Nazaret, el que predicaba la igualdad de los hombres, Jesús de Nazaret el que curaba a los paralíticos, a los leprosos y a los endemoniados; el vigilado y perseguido por los fariseos, que no le reconocen como Mesías, porque no han sabido entender la trascendencia de los anuncios de los Profetas; el que llamaba bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que sufren, a los limpios de corazón; el que divide con su vida los tiempos de la Historia, Jesús de Nazaret, de la estirpe de David, anunciaba: “El tiempo es cumplido, se ha aproximado el Reino de Dios”.
Y en el mes de Nisán, séptimo del calendario civil de los judíos y primero del religioso, va a culminar la Redención. Va a culminar, porque toda su estancia entre los hombres es acción redentora.
Semana de Pasión: Jesús es acusado, sometido a un juicio irregular, azotado, escarnecido, crucificado. Y la verdad histórica, transmitida por múltiples fuentes, se ha hecho conocimiento, pero también se ha hecho conmemoración y sentimiento.
Persecución y muerte de Jesús. Sufrimiento infinito de su Santa Madre, llanto en sus ojos, el corazón traspasado por los punzantes dardos de la pena. Dolor físico y dolor moral: Dios ha querido vivir como los hombres, ha querido sufrir con nosotros, ha querido morir con la más afrentosa de las muertes. Y, culminando la senda de su calvario, Jesús ha pedido al Padre el perdón más sublime de todos los perdones: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.
Semana de Pasión. No hay en ella ni un momento siquiera que no esté impregnado de sublimidad. Semana de Pasión en nuestras almas, en nuestros templos, en nuestras calles. Exteriorización sacra del Misterio de la Redención del género humano, pero también la penitencia del que va descalzo, del que porta una cruz de madera, del que ofrece los sufrimientos más lacerantes e íntimos de su vida. Penitencia por amor, que amor es sabiduría. Penitencia que es esperanza, esperanza de resurrección y de Vida Nueva.
Domingo anterior a la Pascua de los judíos, Jesús, que estaba en Betania, se dirige a Jerusalén. Aumenta y aumenta sin cesar el numero de los que quieren aclamar al Maestro. Los galileos que le acompañan y los habitantes de la ciudad se confunden en un clamor unánime. “He aquí que tu Rey viene a ti, es justo y victorioso, humilde, a caballo sobre un asno...”. Esta entrada triunfante en Jerusalén es la confesión de Jesús de que Él era el Mesías prometido. Y Él, rey manso y humilde, pasaba sobre los mantos de la muchedumbre que habían sido tendidos para que así sucediese. Hombres y mujeres, portando ramos de palmera, gritaban sin cesar: “¡Hosanna, hosanna!”. Y Jesús, ante la vista de la santa Sión, donde le aguardaban la perfidia y el odio, lloró amargamente...
Templo de San Sebastián. Bellísima portada renacentista que trae a nuestro recuerdo la concepción artística de Diego de Siloé o de Nicolás de la Corte; columnas abalaustradas; imágenes de San Sebastián, de San Pedro y de San Pablo; águila bicéfala, emblema del imperio.
Es Domingo de Ramos. Es sede el templo de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús a su entrada en Jerusalén y María Santísima de la Consolación y de la Esperanza. Es la que el pueblo conoce con el nombre de “Cofradía de la Pollinica”.
La Semana Santa antequerana abre sus puertas a los desfiles procesionales y el pueblo parece revivir la alegría y el júbilo de aquella gloriosa entrada en Jerusalén.
No es antigua esta cofradía; data de 1.950. El pregonero la vio nacer y sabe mucho de aquel puñado de jóvenes animosos, llenos de fe y de esperanza llenos, que incansablemente trabajaron para que la Semana Santa antequerana tuviera el mismo pórtico que tuvo la Pasión del Señor, Antequera sale hoy a recibirle, a acompañarle, a aclamarle.
Entrada triunfal de tu Semana Santa. Bienvenida de palmas. Hosannas que resuenan iniciando, como en Jerusalén, unos días que deciden en el destino de los humanos. Alegría que rebosa en el ambiente cálido y gozoso de la tarde primaveral. Albas túnicas de niños que hacen la ofrenda de su sencillo espíritu cristiano.
Al regresar al templo, las dos figuras desnudas del frontispicio, inspiradas en el Crepúsculo y la Noche de Miguel Ángel, serán augurios de crepúsculo y de la noche de la vida de Jesús sobre la tierra.
Desde su entrada en Jerusalén pocos días le quedan a Jesucristo para vivir entre los hombres. El Lunes, el Martes y el Miércoles Santos los emplea para comunicarse con las turbas, para discutir con los fariseos. Pasaba el día en el Templo y por las noches se retiraba al Monte de los Olivos. Ha llegado el momento de su última lucha. Tres días tan sólo para que el drama divino toque a su fin. Tres días de congojas, de preocupaciones, de discursos. Jesús está angustiado por la incredulidad de los judíos. Enseñando y haciendo milagros pasa estos días en el pórtico del Templo. Es ahora cuando expone su doctrina con más claridad que nunca; y a veces, presa de su terrible angustia, su voz tiene acentos de ira.
El miércoles, el apóstol Judas contrata la venta de su Maestro.
Lunes, Martes, Miércoles Santos. Tres cofradías van a recorrer su itinerario por las calles de Antequera. Es, en primer lugar, la del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, Nuestro Padre Jesús de la Sangre y Nuestra Señora de la Vera Cruz. Su templo es el de San Francisco, antiguo convento de San Zoilo, el primer monasterio fundado en nuestra ciudad.
Arco carpentel, pilastras y entablamentos dóricos en su fachada. En él tuvo su sede la antigua Cofradía de Flagelantes de la Sangre y de la Veracruz. Hoy es la cofradía de los Estudiantes, la del Santo “Cristo Verde”, el crucificado que tallara Jerónimo Quijano.
Hay historia en su templo e historia en sus imágenes.
Plaza de San Francisco, que tantos acontecimientos viera en la vida de la ciudad.
Observar el cristianismo hondo de la sangre joven de sus cofrades, la ciencia hermanada con la piedad y la devoción, el amor del que sabe vivir con la juventud de Cristo, del que pone sus metas en el horizonte infinito de sus ilusiones.
La tarde del Martes Santo se tiñe de arrepentimiento y penitencia. Iglesia barroca y herreriana del Convento de Padres Trinitarios. Cruz Blanca al frente, cuesta arriba. Jesús del Rescate y María Santísima de la Piedad inician su desfile acompañados del silencio sublime de la Antequera penitente. La mujer antequerana aporta con su presencia de mantillas y peinetas la delicada estampa que el momento requiere. Plegaria femenina hecha pasión de amor y de claveles.
Cuando regresa al templo, Cruz Blanca cuesta abajo, se ve envuelta en su entorno por el tipismo de un paisaje inolvidable. La luz mortecina de los cirios contrasta con la luz brillante y fugaz, salpicada de estrellas, de las bengalas.
Y el silencio de penitencia, rigurosamente mantenido a lo largo del trayecto, se ve cortado por las notas hirientes de una saeta...
El manto de la noche devolverá con sus ecos la aclamación final, incontenible, que brota del pecho de tantos antequeranos, que se hace pasión en sus ademanes, que se hace fuego en la expresión de los rostros. Es el fervor enloquecedor del pueblo, es el colofón de la piedad, de esa piedad callada que ahora explota vibrante, exteriorizándose en la noche del martes de la Semana de Pasión.
Miércoles Santo. Miércoles de dolor. Dolor en Jesucristo y dolor en su Santa Madre. Cristo humillado de Andrés de Carvajal, Cristo herido por infamante látigo.
¿Es el dolor humano el que hace correr las lágrimas por sus mejillas?
¿Es el dolor de Dios por el comportamiento de los hombres?
¡Qué impresionante acento tiene la mirada del Cristo en su amargura!
Y Antequera lo sabe, y Antequera lo llora. Tú y Antequera, Señor, unidos, juntos en la pena.
Dolorosa de Carvajal, su pecho herido y su mirada suplicante al cielo.
Plaza de San Sebastián, fuente del Renacimiento arco de la calle Nueva y torre de Andrés Burgueño. Cristo del Mayor Dolor, sangre y sudor en su cuerpo; en el alma la amargura de la traición y del desprecio. Por “Encarnación” saliste y el pueblo vino a tu encuentro, y lloró contigo un día lágrimas de sufrimiento. Dolor, Señor, que le acerca -Dolor, Señor, en silencio- a la humanidad herida del Hijo de Dios Eterno. A tu Madre Dolorosa perdón, Señor, pide el pueblo, porque el puñal de las penas, aquel que hiere su pecho, fue empuñado por el hombre al vender a su Maestro; al venderle y acusarle, al condenarle al madero. Calle Infante Don Fernando: dolor regresando al templo. Plaza de San Sebastián, fuente del Renacimiento, arco de la calle Nueva y torre de Andrés Burgueño.
Jueves 14 de Nisán. Por la mañana, Jesús encarga a Juan y a Pedro que preparen el lugar donde ha de celebrar la cena pascual con sus discípulos. Al atardecer se dirigió al lugar de la cena, probablemente la casa del padre de San Marcos, lugar que sería más tarde el primer templo cristiano.
Todo estaba preparado. Jesús había adelantado en un día el precepto judaico de la cena pascual. Al día siguiente Él mismo sería la víctima inmolada.
Última cena. Sacrificio del cordero blanco, de un año, que recordaba aquel otro con cuya sangre se marcaron en Egipto las casas de los israelitas para librarles del ángel exterminador. Pan sin levadura. Había que comer el cordero pascual formando un circulo. Comensales sobre esteras y tapices “apoyando el hombro izquierdo sobre taburetes y almohadones”. Ancho jarrón de vino, del que había de apurarse al menos cuatro copas, según los preceptos rabínicos.
Última cena de Jesús. Cristo habla en sus apóstoles a la humanidad entera. Y ensalza la humildad y la caridad; lava los pies a sus discípulos, desenmascara la traición, instituye la Eucaristía, promulga el mandamiento nuevo del amor.
En la noche del Jueves Jesús es apresado, y al día siguiente se le juzga y se le considera culpable. Azotado, coronado de espinas, carga con su propia cruz camino del Gólgota o Calvario. Jesucristo había declarado ser el Hijo de Dios, y ello le cuesta la sentencia de muerte. La multitud que le aclamara en su entrada en Jerusalén, había gritado ahora desaforadamente: ¡Crucifícale!, ¡Crucifícale!. Es la furia inhumana del hombre, es la actitud indigna de la plebe.
Calle de la Amargura, “ racimo de curiosos que ríen y que gritan”. Una mujer se apiada y le limpia su rostro. A la salida de la ciudad, un hombre, Simón de Cirene, ayuda a Jesucristo a llevar su pesado madero.
A la hora sexta fue crucificado: despojado de sus vestiduras fue subido a la cruz plantada ya en el suelo y fue sujeto a ella con largos clavos que le traspasaban sus manos y sus pies. Sobre su cabeza el letrero infamante que indicaba su crimen: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”. Dimas a la derecha y Gestas a la izquierda. Insultos y blasfemias de la chusma. Hiel y vinagre en sus labios.
A la hora de nona, tres de la tarde, Jesús encomendaba su espíritu al Padre. Todo había concluido. El cielo se envolvió en tinieblas, la tierra tembló, se abrieron los sepulcros, el velo del Templo de Jerusalén se rasgo de arriba abajo.
Jueves Santo en Antequera. Dos cofradías van a realizar sus desfiles procesionales: La Hermandad del Santísimo Cristo de la Misericordia y Nuestra Señora del Consuelo, y la Venerable Cofradía de Servitas de María Santísima de los Dolores.
Iglesia parroquial de San Pedro, de transición renacentista. Mole imponente y sobriedad de estilo. Cristo de la Misericordia, atribuido a Andrés de Carvajal. Artísticos faroles en su paso, obra de artesanos locales. Virgen del Consuelo, una de las Vírgenes más mimadas por los poetas de Antequera. Antigua calle de las Tres Cruces, ahora de Belén. Iglesia del arquitecto Melchor Aguirre. Ornamentación churrigueresca. Hermosa imagen de la Virgen Dolorosa, atribuida a La Roldana. Cristo de la flagelación, de la misma imaginera. Cristo caído, probable obra de Mora. Data esta cofradía del siglo XVIII.
Jueves Santo en Antequera. Virgen de los Dolores y Virgen del Consuelo. Ya se reparten los cariños hacia las dos advocaciones, preludio de lo que va a suceder el Viernes Santo. La unción y devoción de los antequeranos llenan el ambiente de una religiosidad y de una austeridad características. Es el día de visita de los Sagrarios, el día en que, junto a la piadosa costumbre, Antequera va a recordar a propios y forasteros la majestuosidad de sus templos y parte del tesoro incalculable que los siglos fueron acumulando. Arte y devoción se han unido, y en la tarde silenciosa del Jueves Santo parece como si el aire, al calarse del aroma del incienso y de las flores de los Monumentos, quisiera colaborar, prestando su aportación, al sacro ambiente del momento.
Es meditación el Jueves Santo, es equilibrio reposado del espíritu. Es, Antequera, la dulce invitación al consuelo que trae a tus hijos la Virgen de San Pedro, o al dolor callado, que trae a tus hijos la Dolorosa de Belén.
La Semana de Pasión está llegado a su cumbre. El Viernes Santo, si lo quiere decir todo -y todo lo dice- en relación con el mayor sacrificio que conoció la vida del cristianismo, lo quiere decir todo -y todo lo dice- en cuanto a la Semana Santa antequerana. Y ello no es una afirmación gratuita del pregonero. Hay que vivir el Viernes Santo en Antequera, vivirlo llenándose de su significación y contenido, para poder proclamar lo que acabamos de decir. Hay que estar prestos a cuanto en ese día va a cautivar nuestro espíritu y a saturar nuestros sentidos. Es pura tradición, porque es historia añeja, lo que el presente nos muestra. Pura tradición de empeños, de deseos de superación que llega a grados insospechados, de pasión desbordada, de antiguas rivalidades que hoy reverdecen, pero en la mejor de las acepciones del vocablo. Las dos cofradías de la tarde del Viernes Santo, la del Dulce Nombre de Jesús y Nuestra Señora de la Paz, y la de la Santa Cruz de Jerusalén y Nuestra Señora del Socorro, no es que dividan a los antequeranos, pero sí los apasionan y los hacen partidarios, plenamente entregados en alma y cuerpo, de una u otra de las reales Archicofradia.
Cuenta la Historia que habiéndose creado en el Colegio de Santa María de Jesús una cofradía con el título de Jesús Nazareno, que desfilaba procesionalmente los Viernes Santos al Cerro de la Cruz, y habiéndose establecido los dominicos en Antequera, estos últimos consiguieron mediante pleito llevar la sagrada imagen a la Iglesia de Santo Domingo y trasladar a dicho templo la citada cofradía. Transcurría el año de 1.617. Al poco tiempo, se fundaba otra en la iglesia de Jesús, titulada de la Cruz de Jerusalén. La rivalidad inicial se mantuvo a través de los años y se cifraba en aventajar una a la otra en el lujo y en la magnificencia de sus procesiones. Un historiador de Antequera llega a afirmar que se disputaron “la gloria y la ostentación más que el fervor y la piedad”. La rivalidad se exteriorizó de tal manera que la autoridad eclesiástica llegó a la decisión de suprimir los desfiles, decisión que no siempre fue acatada por Antequera.
El pueblo las conoce con los nombres de “Arriba” y ”Abajo”, aludiendo sin duda alguna a la situación de los templos respectivos, Santa María de Jesús y Santo Domingo. Y a ellas quedaron vinculados los nombres de ilustres familias antequeranas, que tuvieron sus inicios en los apellidos de Chacón y de Narváez.
Uno de los poetas de Antequera del siglo XIX, Juan María Capitán, expresaba gráficamente en sus versos aquella rivalidad de las dos cofradías:
“Los de Arriba nada escuchan luego que pasa el tumulto, y los de Abajo previenen el hisopo y los conjuros”
Y no acabaríamos de contar si nos detuviésemos en un sin fin de anécdotas que la tradición nos trae a la memoria.
De todos los antequeranos son conocidos los sobrenombres que se aplicaban y aplican a los incondicionales de las cofradías de “Arriba” y de “Abajo”, o mejor dicho, a los incondicionales de la Virgen del Socorro o de la Virgen de la Paz, porque son Ellas, más que las cofradías en sí mismas, las que dividen, en el mejor sentido de la palabra, a los hijos de Antequera. Curiosa forma de religiosidad popular. Se oye discutir a unos y a otros y, como fondo fundamental y esencial, se establecen las comparaciones entre las dos imágenes. Lo demás parece ser accesorio. Y es que ambas son madres mimadas en el corazón filial de los antequeranos. Su recorrido por las calles de la ciudad suscita en este día del Viernes Santo que afloren a sus labios las expresiones más emotivas y tiernas, a la par que los efluvios y manifestaciones más impregnadas de apasionamiento. Este apasionamiento adquiere su máximo contenido en el final de trayecto, cuando, ya en el marco lleno de pintoresquismo de la Cuesta de Caldereros, Portichuelo al frente, ya al comienzo de la Cuesta de la Paz, arrancando de la Plaza de San Sebastián, se pone en práctica el rito local de “a la vega”. Asombroso rito este, que hace avanzar los pasos en rítmica carrera, para en no menos rítmico giro volver las imágenes, que dan cara a la muchedumbre desde el punto más elevado de las cuestas. Es entonces cuando se desborda el entusiasmo y, de tanto gritar y vitorear, enronquecen las gargantas. Hay mucha vida interior, aunque no lo creamos, en estos momentos cumbres en que se pone de manifiesto una auténtica teología popular. Oí en cierta ocasión decir a un pregonero que la Semana Santa era una clase práctica de Religión y que las procesiones y sus pasos, con la plasmación de los hechos de la Pasión, eran una didáctica muy fértil y muy provechosa para que el pueblo aprendiese de manera intuitiva el Misterio sublime de la Redención. Yo diría aún más. La intuición la lleva el pueblo dentro de sí, y es el pueblo mismo el que pone en acción y da vida a ese saber entender a su modo el contenido de las grandes verdades de nuestra religión. Es, como decíamos antes, que la religiosidad se hace carne y aflora con manifestaciones espontáneas y características. (Esto es lo que sucede en otras festividades con fondo religioso, pero es ahora en este Viernes Santo de Antequera cuando alcanza su cota más elevada).
La actual Archicofradía de la Santa Cruz de Jerusalén y Nuestra Señora del Socorro es, a su vez, fruto de la unión de la primitiva con la del Santísimo Sacramento, de la Parroquia de San Salvador. El nuncio apostólico le concedió, en nombre de Pablo V, “todos los privilegios, gracias, exenciones y preeminencias que gozaba la del Santísimo Sacramento, de San Salvador, y la de la Santa Cruz de Jerusalén, de Roma”.
Con respecto a la Archicofradía del Dulce Nombre de Jesús y Nuestra Señora de la Paz, sabemos que las imágenes del Niño Perdido y la Dolorosa de la Paz no son las primitivas, sino que estas fueron renovadas en el siglo XVIII. Estas imágenes son probablemente obra de Luisa Roldan. De escuela sevillana, y datan del siglo XVI, son las del Dulcísimo Nombre de Jesús y el Santo Cristo de la Humildad.
Se trata, pues, de las dos cofradías más antiguas de Antequera, de las que actualmente hacen el recorrido. Virgen de la Paz, la Virgen guapa, musa de poetas, inspiración de propios y extraños. Virgen del Socorro, la familiar “Socorrilla”, “la morenita del Portichuelo”, no menos cantada ni menos halagada. Ambas de reparten el cariño de los antequeranos. Es la paradoja de esa religiosidad popular que antes mencionábamos. Y la Virgen, suponemos, sonreirá maternalmente ante esa dicotomía.
Llanto de amor, el pecho traspasado por el sufrir del Hijo en su condena; Viernes Santo en el alma, y en la pena de ver a todo un Dios crucificado.
Socorro y Paz, dolor encadenado a la dulzura de esperanza llena; Paz y Socorro, al fin, en la cadena que ata la Redención con el pecado.
Dos modos de llamarte y de quererte, dos modos de acudir tras de tu manto para llorar del Salvador la muerte.
Que el llanto de amor se une a tu llanto; y en esperanza plena se convierte la Soledad sin fin del Viernes Santo.
En la madrugada del Viernes Santo la procesión del Santo Sepulcro cerrará los desfiles procesionales. Y con esta procesión la Semana Santa antequerana va tocando a su fin. El Domingo de Resurrección pone punto final. El sepulcro cedido por José de Arimatea se ha encontrado abierto. Las santas mujeres, que marcharon a adquirir ungüentos para embalsamar el cuerpo del Señor, lo han encontrado vacío.
Y Antequera, un año más, celebrará con toda solemnidad el Misterio de la Redención.
Podría terminar aquí la misión del pregonero. Podría decir: He aquí, tú, forastero, que no conoces la Semana Santa de Antequera, el programa que van a desarrollar sus cofradías; he aquí algunas pinceladas de la religiosidad de sus gentes, algunos esbozos del pintoresquismo en el que juegan el inigualable escenario de sus calles y plazas y el espíritu colectivo del pueblo antequerano. Podría decir, pero no estaría dicho todo. Tú, antequerano, sabes que tu Semana Santa no es tan sólo lo que yo acabo de decir, y podrías, con razón, manifestármelo. Tu Semana Santa es profundidad y singularidad. Profundidad de sentimientos, profundidad de pensamiento, profundidad en el sentido del vivir cotidiano.
Sin distinción de clases, todos aportan algo, sin que este algo sea mayor ni menor. Desde las damas que saben adornar los pasos, colocando unas flores o prendiendo unas joyas, hasta el “hermanaco” que cede su voluntad y sus hombros en la dulce y pesada carga que representan los pasos procesionales; desde el mayordomo al último penitente; desde el que luce una rica túnica recamada de oro hasta el que porta un estandarte o tarjeta; desde el campanillero hasta la humilde mujer que avanza descalza en penitencia; desde el que contempla desde un balcón el paso del cortejo hasta el que está incomodo y apretado en las encrucijadas de las calles.
Cofradía es hermandad, y en sus remotos orígenes en tiempos medievales no era sino la congregación formada para ejercitarse en prácticas y obras de piedad. La cofradía nació con una finalidad de carácter religioso, finalidad primordial, y a este objetivo se fueron uniendo con el tiempo otras finalidades benéficas o gremiales. Decir cofrade es decir hermano. Pero ampliando la extensión del vocablo, cofrade es todo el que de alguna manera participa en la cofradía. Y en este sentido, en Antequera, cada día todo antequerano es cofrade de la cofradía de turno.
Cofrade es seguir la cruz o llevar la cruz, y ambas cosas al mismo tiempo. No importa, es lo de menos, que en el corazón y en el apasionamiento pase la Virgen de Vera Cruz, o la del Mayor Dolor o la del Consuelo, o la de la Paz, o la del Socorro. Muy en el fondo lo que pesa es la auténtica devoción que se traduce en el vivir cristiano del cofrade. Y este vivir cristiano es amor al hermano por ser amor a Jesucristo.
El cofrade no lo es tan sólo en tiempos de Semana Santa. Lo es todo el año. La cofradía se vive en los hogares, se vive en el templo y se vive en la calle, aunque sea esto último lo más visible y notado.
Pero aún en este último aspecto, hay profundidad de la Semana Santa de Antequera. Y el día de cada desfile el cofrade antequerano vive uno de los días más profundos de su vida. Es que en ese día se hace cuerpo una de sus mayores ilusiones, por no decir que uno de sus más arraigado ideales. La ilusión, el ideal, de ver a “su cofradía” con mejores galas que nunca, con la mayor brillantez en su desfile, con toda una suma de detalles pequeños que constituyen, esmeradamente ordenados, la grandeza final con que se ha estado soñando.
Observad la procesión en cada una de sus partes y observarla después en su conjunto. Es el paso del Señor Crucificado, es el paso del Nazareno, es el paso de la Virgen Dolorosa. Y en cada paso la perfecta armonía en todos sus componentes. ¡Qué belleza en los de las Vírgenes! A la riqueza ya proverbial de joyas y coronas, se une la de los esbeltos varales que sostienen un palio que han bordado manos angélicas. Riquísimo manto, resplandeciente candelería, naturaleza hermosa de claveles. Pasos que mecen suavemente, rítmicamente, unos hombres al descubierto, la tez curtida por el sol de la Vega antequerana.
Y el paso del Crucificado, de más austeridad -que es lo que requiere- pero también en plástica y calidad armonía de luces y de flores.
Observad la marcha, de tirón a tirón. Cómo se elevan los pasos que descansaban con la ayuda de unas horquillas, como avanzan un trecho, con que grácil silueta vuelven las esquinas de las calles, cómo se recortan en el cielo sereno de la tarde abrileña.
Armonía es esa doble fila de penitentes, los cirios -luz que tiembla en las cañas- inclinados hacia la línea de simetría del desfile.
La Semana Santa de Antequera es también singularidad. Singularidad es ese vistoso cortejo, previo a cada una de las procesiones, que procedente del domicilio del mayordomo recorre las calles de la ciudad camino del templo. Es el desfile de la “armadilla”, compuesta en riguroso orden por maceros y abanderados, guión de la cofradía en manos de sus directivos, campanilleros y celadores, hermanos mayores y horquilleros, acompañados de los sones de las bandas de música.
Singularidad es el típico vestir del cofrade de capirote bajo, la punta recogida en sus espaldas y cara al descubierto, enmarcada por un cubrecabezas, la larga cola arrastrando por el suelo. O esos niños campanilleros, con riquísima túnica de terciopelo, bocamangas y pecherín de encaje. O esos “hermanacos”, como aquí se les llama, costaleros que ayudados de sus horquillas levantan en sus hombros los pasos procesionales. “Hermanacos” por amor y por herencia...
Singularidad, en suma, de un conjunto de tradiciones que hacen que la Semana Santa antequerana sea una cosa distinta, diferente.
Se extinguirá la llama de los últimos cirios y todavía llegará a nuestros oídos, vibrando en el aire, el eco postrero de cornetas y tambores, pero el ambiente de Semana Santa no va a morir un año para renacer otro. Se mantendrá latente, porque es esencia pura conservada en las ánforas del espíritu comunitario.
Se ha dicho que hay mucho de espectáculo profano en las manifestaciones externas de la Semana Santa. Se ha dicho que privan el lujo, la exhibición, la ostentación. Yo contestaría que ese aparato externo es, dentro de la concepción de la vida por los españoles, o mejor dicho, por los andaluces, una manera de expresar con grandeza lo que no puede tener otro tratamiento. Es la ley intuitiva de los símbolos, la ofrenda del metal noble, ofrenda que representa la generosidad encerrada en el corazón de los antequeranos.
Por encima de todo, ha quedado, Antequera, en tu Semana Santa, la vivencia del testimonio, la expresión de tu religiosidad, el diálogo entre hermanos, la comunicación profunda con el Hijo de Dios y con su Santa Madre. Que el pueblo, Antequera toda, es en definitiva el corazón de tu Semana Santa, de esas manifestaciones que le acercan a sus benditas imágenes, que arrancan del alma de los antequeranos la saeta vibrante de una oración.
Sol refulgente del solar hispano, hace eclosión tu amor en primavera; y en tu Semana Santa reverbera la luz sublime del vivir cristiano.
Dulce embriaguez de amor antequerano. ¡Hiende, saeta, la celeste esfera!, que es piedad y es pasión toda Antequera, candente brasa del amor humano.
Y al recordar del Salvador la muerte, brotan llanto y dolor de tu hidalguía. ¡Cuánto dice, Señor, tu cuerpo inerte!, y ¡Antequera, Señor, cuanto decía!; que en las entrañas de su pecho fuerte, puede mucho, Señor, tu Cruz de guía.
Muchas gracias. |