PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA
PRONUNCIADO EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS REMEDIOS LA SEMANA SANTA DE 1.982
POR
D. FRANCISCO MONTERO GALVACHE.
Datos biográficos de D. Francisco Montero Galvache
D. Francisco Montero Calvache, nace en San Fernando (Cádiz). Estudia Bachillerato en Almería y Jerez de la Frontera, licenciándose en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla.
Orador, poeta, escritor y periodista de gran inteligencia, extensa cultura y fina sensibilidad, imprime su obra de un boato colorista, espléndido y bellísimo que realza los temas más triviales.
Su primer libro de poemas, Huerto cerrado, fue ilustrado por el profesor Guerrero Lovillo. Premio Nacional de Prensa en 1.943, y finalista del premio Nadal y Planeta por sus novelas: El mar esta solo y Las manos también lloran.
Es obligado destacar de su labor periodística: la dirección del diario “Ayer” y “La Voz del Sur” de Jerez de la Frontera; “Lucha” de Teruel; fundador y director de “Cauces” revista literaria de Sevilla; “Gala” de Madrid, habiendo pertenecido a la redacción de ABC.
Su actividad profesional paso también por la radio, siendo colaborador de Radio Nacional de España en Sevilla, a través de los espacios “Nuestra Andalucía” y “Nosotros, los andaluces”, desarrollando una meritoria labor de exaltación de los valores autóctonos de Andalucía.
Publica en ABC de Sevilla interesantísimas crónicas taurinas, siendo, director de “Museo Flamenco” de la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera.
Mantenedor de Juegos Florales y pregonero en diversas ocasiones, domina el género, creando un estilo personalísimo en el que la prosa y el verso se hermanan a gran altura. Destacamos el inolvidable Pregón Oficial de Semana Santa de Sevilla de 1.959 y Antequera en 1.982. Los discursos pronunciados en la provincia de Cádiz, el Instituto de Estudios Gaditanos los recoge en un volumen titulado “Cantando a mi provincia”
Ha sido recibido en las más prestigiosas Academias españolas y extranjeras: Real Hispano-Americana de Cádiz, San Romualdo de San Fernando, Buenas Letras y Bellas Artes de Córdoba, Instituto Panamericano y Academia de Filosofía de Buenos Aires, Ansaldi de París, Columbus Asociation de Trieste y Orden del Catavino de Oro de Jerez de la Frontera.
P R E G Ó N Ilustrísimo Señor Alcalde, autoridades y representaciones, señoras y señores, hermanacos de las cofradías de penitencia de Antequera.
Permitidme unas palabras aun cuando sean brevísimas para agradecer algunas de las muchas cosas que tendría que agradecer en este primer encuentro mío con Antequera, tanto el día que vine a recorrer sus cofradías y el entramado entrañabilísimo de su disposición como en el día de hoy al encontrarme con vosotros.
Quiero felicitar primero a esta formidable banda de música, que le ha puesto tres palios sonoros y maravillosos a la emoción que estamos compartiendo.
Quiero agradecer el honor que supone para mí el hablar nada menos que ante la Santísima Patrona de Antequera y agradecer como no, cómo podría hacerlo a Antonio Sierras la generosidad, la precisión, la abundancia de recuerdos que ha traído a mi vida y a mi corazón para presentarme ante vosotros. Con todo ello quiero hacer un primer ramo de azucenas como en el escudo y ponerlo a los pies de la Santísima Virgen.
Vengo a vosotros por el camino de abril, tiempo en el que ya se abre el júbilo de María. Porque corren con la marianidad tiempos de tinieblas, la oración tiene que estar cada día más en estado, precisamente, de abril. Todo trasparencia simboliza abril, incluso el tiempo que se vive, se mide por abriles. Pensemos cuando Roma lo simbolizaba con la fiesta a Cibeles. Era el Campo en alto sobre el centro de Europa; Celímero repujaba con fureos de palomas.
Un día, un poeta de Moguer, Juan Ramón Jiménez, tan entrañable para toda Andalucía, Nobel reverberante y translucido, cantaría:
“Dios está azul, la flauta y el tambor anuncian ya la luz de primavera”.
Un poeta de Granada, Luis Rosales, diría:
“Tan dulcemente morena, esbelta gracia morena”.
Abril del alma, cantaba José Antonio Muñoz Rojas en Cambridge, recordando su tierra malagueña. Llegó a Antequera, lleno de ese abril.
Cuando Juan Manuel Moreno pregonaba nuestra Semana Santa desde el Castillo, soñaba, simulaba mirar la Vega, ¡qué mundo no la conoce!, ese ancho césped del verdor, y contemplaba su redonda plenitud de templos y decía que Antequera está trufada de campanas.
Para cualquiera que tenga el sentido del color y la luz que Gabriel Miró dio para siempre a las letras, el verbo -trufar- es verdaderamente una delicia barroca como es Antequera.
San Sebastián, decía, Santo Domingo, El Carmen, San Francisco, todas parecen estar tocando ya para consolarnos, diciendo que pasado el dolor iremos al tiempo mediador y consolante ya de María Madre.
Antequera está trufada de nombres marianos como epicentro en estos “Remedios”. Hay como un mano a mano bienaventurado de María con Santa Eufemia, tiene gracia, gracia angélica. El texto santo dice: “cuando iba Eufemia al dolor, lloraba; pero cuando volvía traía la mano llena de gavillas”, oíd que palabra, gavilla, oro saltando en la mano de la buena suerte.
Abril es alabastro por María, campanal. Y se diría como un Torcal de la salve. Sabemos que vamos a estar llenos de Cruz, pero también sabemos que vamos a correr la vega de la Resurrección y de la búsqueda del Ave María. No somos sólo tinieblas porque al final de cada vía crucis personal e intransferible saltará siempre la gloria de un Ave María que nos pondrá en las manos todo lo que está prometido.
El Pregón tiene que rendirse primero a la mediación de María, que va a ser Vera Cruz, que va a ser Dolores, o Piedad, o Socorro, o Paz, o Esperanza, pero luego va a ser gloria excelsa, hermosa rosa de Nazaret, cómo no la llamaron la setenta etimologías.
Quisiera llenar la palabra de su nombre antes de entrar en el alma de este Pregón.
Canten los azules ¡ya! que por abril y María, el vuelo del Madre mía teniendo la Cruz está.
Patrona, ¿y a qué vendrá? Remedios tanta amargura, pues a que toda criatura sabe que por mi Asunción la muerte es una evasión que en cielo se transfigura.
Búsquenla las penas ¡ya! que por abril y María, el vuelo del Madre mía mirando la Cruz está.
Remedios, ¿por qué será? Mírame la vista y vea si mi nombre que os rodea no es la luz más mediadora con que os doy remediadora la luz que tanto os recrea.
Aspírela el alma ¡ya! que por abril y María, el vuelo del Madre mía rozando la Cruz está.
Y esa Cruz ¿qué nos traerá? Huela la vida mi aroma y mi rumor de paloma os dirá por su finura si del azul hermosura la mía, la suya no toma.
Acaríciesele ¡ya! que por abril y María, el vuelo del Madre mía, besando la Cruz está.
Y ¿cómo nos llevará? Toque la mano mi ala y diga ¿qué seda igual a la mía está tejida de una Pascua florida que del mismo Dios exhala?.
Gústela el deleite ¡ya! que por abril y María el vuelo del Madre mía, soñando la Cruz está.
¿Cómo nos descenderá? Bésela el labio y os diga: si tan alto pan no obliga a pensar que sus sabores son para el alma mejores que los del aire y la espiga.
Brídanse las penas ¡ya! que por abril y María el vuelo del Madre mía, abriendo el Sagrario está.
Y ese amor ¿por qué será? Mírelo la fe y os cuente con su Torcal penitente, cómo ese pan ha venido desde la Cruz descendiendo, así, sacramentalmente.
Alégrense antequeranas, las vegas de los rosarios, rompan en los campanarios sus ánforas las campanas.
Todas las lenguas Dianas sean de los cielos ¡ya!, y canten ese maná del vuelo del Madre mía, que por abril y María al pie de la Cruz está.
Antequera es una ciudad entre la piedra, la Vega y la azucena. Dicen que Roma la llamó Antiquaria, no puedo ir a más porque iba toda teoría mucho más allá del tiempo conocido. Quería como redondear la Andalucía del Oeste, Fernando el Infante, guiones, banderas, jinetes. Se arrodillaba en el hunilladero y besaba la espada que ya venía de San Fernando y la gallardía corriendo a la primera vega, sólo abocetando, pero el Pregonero tiene que enlazarse con ese espíritu que luego veremos reflejado en todo.
Abrazó Antequera y la ganó para Cristo. Era el alba, dicen las crónicas, el maitín de un dieciséis de Septiembre de mil cuatrocientos diez. Yo no sé de tierras que tengan en su escudo azucenas. La piedra sería Dolmen, galería sonora, maravilla hacia dentro, Romeral, de acuerdo, como enterneciendo la piedra custodio con la verde ráfaga fragante del romero andaluz, o Torcal deslumbrantemente cósmico - no hace mucho, me pasmaba yo, ante ello, yendo al valle-, casi sinereo, roto en topaderos o galletas pétreas o corralones de la Cruz, ¡fijaos qué nombre!. Gigante y mítico anfiteatro de la solemnidad misteriosa, o tortas jurásicas de estanque o laberinto o camino.
Se produce allí un silencio como aquel del “Angelus” que pintara Millet, o como ese tremendo silencio del que Federico García Lorca decía que hace inclinar la frente sobre el suelo.
Piedra que puede llamarse “Órgano”, como se llama, para la música infinita y divina que anda suelta por los aires y por el tiempo. Y agua; pero llamándose uno, Arroyo de las Adelfas, andalucizando sus riberas y como señal que nadie confunde. Sería por esa piedra enamorada, Peña del Amor, Peña de la más radiante condición que Dios ha puesto en el corazón de la criatura.
Y sus pueblos entornantes serian Joya o Santa Ana o Villanueva de la Concepción, ved: alhaja, abuela de Cristo, Purísima. Privilegios como familiares, para hacer llevar la vida adelante y como iluminada por el espíritu, Antequera iría en su Cabildo llamando a sus calles, Carreteros o andar agreste, o Mesones, acogida entrañable, o Picadero o Herradores, siempre nombres con alma, con oficio, con sudor de vida y con dolor. Y allí el tiempo de Antequera, cita a la diva o arpa de la elegancia, situando aquí a un Pedro de Espinosa que rayaría en el nivel de Góngora, simbolizando para siempre a la poesía, y llamaría a la Vega, a vuestras vegas, ¡tapiz de esmeralda!, dice Don Pedro, y a su cal, ¡iniciación del nácar!, y a su cielo de noche, ¡lluvia de sueños cayendo encima de la gente.!
La palabra, antes de entra ya en la Pasión, en la Cruz, quiere abrazar a la ciudad, rindiéndose ante ella según el modo del soneto, creo que encaja con su tiempo de oro, porque Antequera es una enorme cadena de endecasílabos sonando perpetuamente en el verdor de las almenas, en las alturas, en el paisaje...
Como el Olimpo nueve musas tiene, nueve almenas coronan el escudo a esta Antequera que soñó y no pudo pedir al alba que la luz la llene.
Esa luz que a la historia la sostiene con un azucenal que deja mudo a todo aroma y truécalo en saludo a los blancos del cielo del que viene.
Y se parece mucho a esa blancura por hermosa, por pura y por fragante a la que en sus cuarteles la abandera.
No hay blanco que dé jaque en la pintura al que un castillo y un león rampante, pintan el escudo de Antequera.
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La Vega, el Guadalhorce por abajo, fluvial verdor hablando con la Vega y agradece a su agua que la riega la generosa paz de su destajo.
A su celeste Portichuelo trajo, esa su luz que con azules juega, ¡Sálvese! que su almenar congrega, ¡Quién sabe cuánta lid a su trabajo!
Arriba, Abajo, esa luz parece bisectriz que ante el Sol y ante la luna, enlaza por basa y por cimera
Y Fernandina lumbre al aire crece haciendo de las dos ciudades una e indivisible en glorias ¡Antequera!.
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¡Qué escudo tiene el Sol tanta blancura! tan deslumbrante lumbre laureada, blancura por ilustre tan gloriada en piedras, flor y Vega y estatura.
¡Qué escudo insigne hay en tu hermosura! andaluza en torcales troceada cual por cumbres y cielos tan labrada, que ni en cuevas ni azules se clausura.
Y cual como ese escudo antequerano al cielo alzó tan cegadoramente el vuelo ascensional de unas almenas.
¿Como será que sobre monte y llano lo coronó un Infante solarmente con el amor de un ramo de azucenas?.
Es tiempo ya del Hosanna, del Aleluya, del Gloria en las alturas. ¡Antequera!, qué os voy a decir, en el alma de todos está; lo medita y lo vive en su entrada en Jerusalén. Es como un alerta porque lo que se aclama como Gloria va a ser inmolado en la Cruz.
Seguimos lo mismo, inmolando aquello que adoramos. Fiel a su simbolidad, la cofradía nace hace treinta y dos años, es curioso y hermoso, en los días de la epifánica del año cincuenta. Aclamación en la Imagen y aclamación por tanto en el punto de partida.
Cristo recibido clamorosamente, Cristo procesionado en una manifestación Epifanía entonces, inmediatamente dolorosa después.
Blanco sobre morado peregrino, se va el dolor por entre aleluyas. Una llamada a la vida interior que ha de situarse entre la alegría aleluyal y la verdad del holocausto.
La bendición andariega de Jesús, en la Pollinica, tendrá el centro cofrade, -no lo he visto en ninguna ciudad, en ningún otro Pregón de Semana Santa-, la meditación anticipada del Huerto de los Olivos. Junto a lo morado de la túnica va apareciendo el color grana, entre la blancura eucarística anda siempre asechando la posible pérdida de la gracia. ¡Estar en Cristo, dejar a Cristo, volver a Cristo, herirle, apresarle!, ¿cuántas veces en el huerto de la entrega?, siempre. Sentido último y verdadero de la fe, porque lo fundamental siempre son los testimonios. ¿Qué dicen los nombre cofradieros?.
Por San Agustín se abre, se hace a la calle. Capirotes blancos, las palmas de ella quieren como detener ingenuamente, inocentemente la crucifixión. Bajo la verde palmera hay una mano de madre ofreciendo a Jesús la delicadeza de una tendida, pequeña rama de árbol; parece que le llama. Blancos, rosas, celestes, la tarde, sabéis que va llenándose arrolladoramente de ternura. Un afán continuo es la vida de salvar la inocencia de las cosas. ¡Qué más quisiéramos que la inocencia durara siempre en los ojos de nuestros hijos!. Jerusalén canta, aclama, los soñamos a ellos siempre en estado de inocencia. ¡Aleluya, Huerto, Consolación, Esperanza!. Cuatro teoremas bíblicos, tremendos de la oración; los que Moreno Laude llamaba en su Pregón “la sencillez candorosa”. La oración es así siempre, compañía con Cristo, cándido blancor entonces, tintineo virginal de la bambalina y del varal. Las niñas a la hebrea serán ese aleluya u hosanna que no quisiéramos perder nunca.
Cuando se está en el Huerto de los Olivos personal, el que tenemos que sufrir cada uno, necesitando una Consolación de María, una Esperanza. ¡Qué altos y felices nombres para hacerlos Remedios de las cosas mortales!. Cada vez que regresamos a la gracia se ha producido una entrada en Jerusalén y vuelve a ser Domingo de Ramos en la vida, Domingo de Ramos en la gracia de la comunión pero sin Viernes. Y así, cada día y cada instante se regresa a la gracia, a la pureza, a la inocencia.
Alegría de la entrada en Jerusalén, oscura y traidora muerte en las palmas, primera prevaricación, hora de la infidelidad colectiva que ya acecha la cobardía de siempre. Glorificación en las alturas que va a convertirse en muerte, tremendo testimonio a meditar; vamos a decirlo en el lenguaje del pueblo: Por entre palmas y olivas Jesús bendice solemne los hosannas y aleluyas que ya están sonando a muerte.
La entrada en Jerusalén con su inocencia nos vuelve a recordar la pureza de la que todo depende. Niñas vestidas de hebrea cortan ramos inocentes del árbol de la ternura que entre los hosannas crece. En las manos de Jesús una bendición perenne levanta en la pollinica arcos de fuego y de nieve. Ramas de olivos lo aclaman bajo la paz del Poniente. Blancos y morados ciñen con aromas penitentes, la entrada en Jerusalén de sus hermanacos fieles.
Por el Domingo de Ramos Jesús bendice solemne los hosannas y aleluyas que ya están sonando a muerte. En San Agustín, la torre, floridos los contrafuertes, viendo tan dulce inocencia con repiques de Belenes, al gozoso andar de Cristo pararlo en el vítor quiere. Y su Capilla Mayor con sus glorias in excelsis a las calles de Antequera sus viejos cánticos vierte. Oros, inciensos y mirras sobre las túnicas vienen porque la Hermandad nació en una noche de Reyes. La Vega por entre hosannas y aleluyas le sostienen, el Huerto de los Olivos en lento andar se estremece. Consolación y Esperanza desde su palio, lo quieren detener porque no siga con manos de finos verdes.
Por el Domingo de Ramos, Jesús bendice solemne los hosannas y aleluyas que ya están sonando a muerte.
Por toda la tarde cruzan blancos, rosas y celestes. Todo parece un angélico canto en su Armadilla alegre. A inocencia y a pureza la tarde y la noche huelen. ¡Gloria a Dios en las alturas! va diciendo y Jesús vuelve los ojos agradeciendo la paz que a Jesús envuelve. Pero dentro todo arde a un holocausto perenne. ¡No sigas andando Cristo! parece decir la gente. ¡En Jerusalén, Dios nuestro no entres, Señor, no entres!. Pero la mano divina bendice santa y solemne sabiendo que hacia la Cruz anda su vida obediente entrando en Jerusalén por un Domingo ya Viernes. Por el Domingo de Ramos Jesús bendice solemne los hosannas y aleluyas que ya están sonando a muerte.
Todo está dentro ya, en Jerusalén, el alma de Antequera, en San Francisco. ¡Qué bien lo describe!, lo he estado leyendo estos días que tuvo la gentileza de darme un primer ejemplar acabado de aparecer, vuestro Jesús Romero, en su Guía flamantísima. Franciscanos Observantes, ayuda Real, licencia de Fernando e Isabel, Nazareno de la Sangre, la Vera Cruz.
La liturgia del Lunes convoca la oración profunda y participativa, pues de allí, saldrán los Estudiantes. Una alegría esperanzada, una juventud que levanta el corazón cuando se la ve, Cada uno es templo del espíritu.
“Hombres buenos de Antequera”, decían las crónicas que decían los Reyes Católicos. Era el dieciocho de Septiembre de mil quinientos, estaban en Granada creando la unidad española en torno a la fe, -todo lo contrario de los que se hace ahora-. Maravedíes reales y como un vaticinio de que la juventud llegaría a San Francisco un día, la participación del Príncipe Don Juan, y además agonizante: “no dejen de hacerlo, levantad ese convento”. Sobre el tiempo un renuevo en la mocedad.
Junto a la Antigua y a los Ángeles, el Nazareno de la Sangre y el Cristo Verde, los dos de San Juan de Letrán, multiplicando la gracia intercesora del templo. Se romanizaba la fe, Flagelantes de la Sangre y de la Vera Cruz.
Todo fue en la historia de San Francisco una ordenación de propósitos nada improvisados, mil seiscientos cincuenta y siete, nacía la Capilla, mil seiscientos veintisiete, nacían los Estatutos, pasos adelante, firmes, para no errar, lo que deben ser las Cofradías testimoniantes. Llegarían tiempos de prueba, que duda cabe, y hasta de olvidos aparentes. Pero un día, pasado mucho el tiempo, emprendería el nuevo vuelo, Buena Muerte, Vera Cruz, Cristo de la Sangre, Nazareno y la savia joven, los Estudiantes. Dos colegios se le unirían, sabéis, la Inmaculada y Loreto, azul María pureza como una infusión, azul María de vuelo como un levantamiento hermanaco, recanati, laureta, pureza y alas; y mantillas. La mantilla es una artesa del encaje, ¡pero qué mujer andaluza no la ha ceñido alguna vez!.
Jesús de la Sangre, túnica estofada, tres siglos de penitencia por la calle antequerana.
Azul oscuro los trajes, banda verde esperanza encima del pecho y del corazón joven.
Jesús llevará la Cruz al revés, al contrario, como queriendo ser todavía más redentora si fuera posible. La raíz de todas maneras en el suelo y los brazos abiertos como un foco, como una red abierta a la gente. Delante Cristo señalando con el áncora, el fondo, yendo a escorzo como digo el madero de los brazos. Todo escueto, ¿por qué solo ha de crucificarse al Nazareno?. ¿El trono pequeño?. Para Él, si es Él el que va a morir. También es pequeño el Sagrario y la Gracia infinita. Claveles a los pies porque anduvo sobre sangre.
Antes de quedar clavado el Cristo Verde, vedlo de cerca, arqueará levemente los pies como encajándose firme en el madero. Verde marfileándose o marfil verdeándose, para ser leño, pera ser leño siempre. Cuatro hachones guardan al Cristo Verde y apretadísimas sus plantas la flor. Verde el Cristo, blanca la cara.
Y con el nazareno y el Cristo, la primera Dolorosa, la Vera Cruz. ¿de Pedro de Mena?; Antequera siempre ha sido tierra de grandes imagineros. En la Vera Cruz las medidas del trono crecen de pronto, para que tengan más cabida las súplicas, claro ante la Virgen todos vamos a rogar. Sin palio, para que la vean bien las estrellas. Y andar y andar, estrellas en el manto verde. Mecida de esta, rítmica a babor, a estribor, en señal de que se hace camino al rezar como en una versión machadiana del paso. Un golpe de campana y adelante. Y a la medianoche Nazareno y Cristo Verde aguardarán a María de la Vera Cruz. Interrogantes del dolor los grandes ojos, vaivén mediador el rosario a la mano y la purificación arrodillada en la blancura de las flores.
La palabra se acercará a decirle:
Por las noches de Antequera la Cruz se llena de muerte cuando la cubren los brazos sin vida del Cristo Verde. Tres potencias tiene el Cristo de la Sangre entre las sienes, Cuatro hachones en su trono de pena se los encienden. La mirada nazarena sobre la calle desciende cruzando la mar de sangre que al pie de la Cruz se mueve. ¡Hermanacos Estudiantes! en sus hombros os sostienen cruzando el pecho con bandas brillantes de raso verde. En San Francisco le dieron un avante de claveles. ¡Nazareno de la Sangre! dicen las horquillas fieles. Inversamente la Cruz llama con mayores redes.
Por la noche de Antequera la Cruz se llena de muerte cuando la cubren los brazos sin vida del Cristo Verde.
Luego no sé, una increíble hermosura como inerte, clavada en un solo clavo, pasa callada y silente entre cuatro cirios blancos llena de sombras la frente con tres saetas profundas rozando las Santas Sienes. Y Antequera se le acerca diciendole; ¡Cristo Verde! por tu dolor redentivo, no me olvides, no me dejes, por la guardia que te dan los Estudiantes, por ese dolor con que te acompaña la Vera Cruz, haz que llegue mi oración hasta tus manos, ¡Cristo Santo, Cristo Verde!. Y hazme hermanaco en tu Cruz, hombro tuyo, fiel y siempre, cera tuya, panal vivo en tu clavo derritiéndose igual que en la medianoche de tu muerte, ¡Cristo Verde! cuando a tu casa bendita, entre tus muchachos vienes, delante tu Cruz doblada, detrás tu Madre celeste.
Por la noche de Antequera la Cruz se llena de muerte cuando la cubren los brazos sin vida del Cristo Verde.
Dos gigantes nombres se contienen en la tarde del Martes, la Piedad y el Rescate. Rafael Artacho, cuando pregonaba, recordaba también a vuestro Pedro Espinosa, y era un gran recuerdo:
Primero que te olvide, volverán los ríos a sus fuentes, y andarán los delfines por los montes.
Esto prueba la perennidad salvífica de la fe; fuera de ella no hay camino ninguno. Los besapies del Rescate, cada viernes. No es un azar que estos nombres estén en un templo que se llama de la Trinidad. Esos besapies someten al corazón a una prueba de Piedad.
Apiádame yo de los demás si quiero Piedad para mí...
Es lógico, puro teorema, teorema trascendente. Y por él a la salvación Cristífera.
“Del alba a la noche”, decían las viejas crónicas de la Hermandad, como San Juan de la Cruz, aunque es de noche. Trinitario el Rescate, maceros, guiones, banderas, horquilleros, toda la tierra, todas las criaturas se acercan a la Trinidad, armadilla simbólica de la más delicada caridad. Piedad, Rescate, pero ¿cómo? toda la Cruz Blanca a la puerta.
El año pasado, cuando la Bodas de Plata, la bendecía el Papa Juan Pablo. Ya le preceden mercedes Pontificias desde Urbano VIII, continuidad en la virtud. Toda la militancia pasa por Roma, inevitablemente, por mucha tiniebla que haya en el mundo, esa es la luz encendida hasta la última hora.
. Oleaje morado la túnica del Rescate.
Eso es como tener a la mano en la promesa, la aceptación del color Cuaresma, dolor y amor redentivo en sus ojos, la escala redonda y bordada del escapulario al cuello y como un río de certeza hasta el pie.
Trinitarios, rescatadores, abridores de la puerta del cielo en la última vega de la muerte. Cruzadas las manos sin más poder de la mirada, pero mansa y entregada, de manera que basta.
Decía Manuel Cascales en su maravilloso pregón: “es verdad que se siente un maravilloso impulso de ser rescatado”. Penitencia, penas, rosarios, mantillas antequeranas, vibrátiles de luz santa, pies descalzos, hermanacos rescatando la prisionera pena divina. Y en la Piedad... el cielo mismo, el manto azul mar, como un Torcal de Ave María y el oro y la sangre en la vestidura, como la generosidad y el sacrificio.
¿Habéis mirado bien, alguna vez, incluso los que estáis más cerca, las manos abiertas de María de la Piedad?. ¿No derraman Piedad, recensión, ayuda, comprensión, algo que se sabe que no va a faltar cuando sea necesario?. Y va entrecruzando el rosario en ellas, es un pasar y pasar por entre los dedos los misterios de la vida, el gozo y el dolor de la Madre y del Hijo, y va como mirándose las manos; cada cuenta es un ancla. Y mantillas, el carey, el nácar y la plata, translúcida trasparencia, claridad de María; horquilla a horquilla, cada paso es una invocación en Madre Nuestra, una Vega de Salve.
Este Martes que ya llega, tendrá nueva peana, más suelo, más espacio para Ella, más firmeza, más alma. Por la Piedad al Rescate, por el Rescate a la Piedad, los dos nombres consuman por Antequera un modo insoslayable de merecer la Piedad en la muerte y de ganarse el Rescate en la Cruz amarga y final, pero transitoria, y entonces el Pregón tiene que decirles:
Antequera sabe un modo seguro para salvarse, entrando por la Piedad lleva derecho al Rescate.
Del alba a la noche abierto no cierra su paso a nadie. En la oración en el huerto, abrió Jesús ante el Ángel, descendido de los cielos para en la pena aliviarle. Alumbran perpetuamente transparentísimos cálices la misteriosa certeza redentora de su valle. Y su rumbo por estrellas, inmenso de soledades. Ese Jesús Nazareno, aquel al que yo besare, por la ternura creyente, lirio de pena en la calle, sobre su trono de flores moradas, un silencio exánime, va dejando en la Cruz Blanca su mirada perdonante.
Antequera sabe un modo seguro para salvarse, entrando por la Piedad lleva derecho al Rescate.
En la corona de espinas ya empieza a manar su sangre, en su túnica morada luchan amor por salvarle, su honda mirada quisiera rescatar lo irrescatable. Una mano sobre el pecho tiene del cielo la llave, la otra abierta hacia arriba ya tiene forma de cáliz. Nadie sabe en la Cruz Blanca de qué manera rezarle. Trinitariamente va la Piedad, de calle a calle, por el aire antequerano, llorando su Stabat Mater. Como las alas de un vuelo, sus manos finas se abren, como queriendo a su Hijo piadosamente abrazarle. Mantillas negras le ofrecen antequeranos encajes, le van sonando en su manto alondras de Dios te salve, los hermanacos la tienen suspendida en los varales y sueñan que las horquillas van recamadas de nácares. Cada túnica dorada va diciendo: ¡rescátame! Trompetas van y tambores, repicando por el aire el lema de su armadilla por la Piedad al Rescate.
Antequera sabe un modo seguro para salvarse, entrando por la Piedad se va derecho al Rescate.
Sobre San Sebastián, lo primero, el Angelote. El cobre se dora al Sol, cuenta Jesús Romero, con su morrillón de plumas, ¡qué manera de suavizar el metal!, con el ala. En el pecho la reliquia de Santa Eufemia. Eso es como tener metido en el corazón a la ciudad. Y a la entrada, la copa galeónica del transcoro, una cumbre, una Imagen, una cumbre imaginera: el Cristo del Mayor Dolor. Conmovedor el Santo Rostro, dice Jesús.
Juan Manuel Moreno decía: “una inmensa suerte de Antequera”.
Ya conocéis la historia: estaba Carvajal en su taller de la calle del Gato, frontero a la iglesia, preguntándose, ¿qué imagen puedo yo hacer que nos haga coincidir a mi pueblo y yo en el dolor de Cristo?. El imaginero se fue a Sevilla a encontrar motivos, sugestión, ideas. Y estudió allí, cuentan, a Duque Cornejo, a Hiniestrosa, a Roldan. Tanto abigarramiento lo desconcertó y se fue a Granada, a la plenitud resonante de aquellas imaginerias. Se detuvo ante Ruiz del Portal, Señor de la Purísima de Alonso Cano, pero regresó a Antequera, a su pueblo y en su estudio se puso a leer en los atardeceres “El arte de la pintura” de Pacheco. Y dicen que rogaba interiormente: Señor, ¿cómo te pudiera yo esculpir?.
Una mañana, oyendo las campanas fronteras a su taller, en San Sebastián, contempló soñadoramente la posible Imagen y dice el texto que levantándose, tomo el buril y sobre la madera, tanto tiempo esperando, abrió la primera hendidura y ya no acabó hasta hacerla.
Nacería así el Mayor Dolor, golpe a golpe, son a son, casi de manera agónica, el dolor intermedio entre la flagelación y la Cruz. Andrés no se apartó nunca de Ella, cuando se la contempla, parece todavía oírse el roce de la gubia, el aliento del imaginero.
Cuando Carvajal moría, regaló la Imagen al templo, hasta entonces la tuvo con él, sin otra condición que un tañido de campanas, ¡miren qué petición más humilde!, un tañido de campanas por su alma como si hubiera muerto un canónigo y una misa de réquiem con vigilia.
Hay mucho que meditar ante el Mayor Dolor, cada mano es un camino o una cátedra ascética. Una, firme en el suelo, la izquierda, la del corazón, señalando la augusta firmeza que se pide por vía redentiva al hombre, sin ella no hay redención posible. La otra, como dando el paso siguiente, el que la recuperación del cansancio tiene que dar también en la vida. Y sangre en la espalda, en los brazos, en las piernas, ¡Cristo del Mayor Dolor!, misterio, ¡Cristo hermanaco!, sosteniendo el alma. ¡Cristo adelante, Cristo sufragio!. Entreabierta la boca divina, fijaos, los ojos en su pueblo. Se sufre así, aun cuando no se pueda padecer más. Todos creemos que siempre lo ha padecido todo y siempre viene Dios apretando y todavía queda un poquito más de Vía Crucis.
Para que otro nombre, también Mayor Dolor, María.
Cristo dice: ¿Qué te hice pueblo mío?
Y dirá María:
¿Hay dolor igual al mío?
Armadilla total del Mayor Dolor. Pies desnudos en la promesa, esparto a la cintura, lento, grave rumor deslizante de horquillas. Colmenar doloroso la Hermandad. Silencio jerárquico, castrense, solemne, le va rindiendo su honor acompañante. La gente legionaria que tanto sabe de dolor redimido, ira dándole custodia y la Ciudad toda junto a Él.
Cátedra viva la columna, un cirio de pena que pronto será Pascual y resurrecto, pero pequeños ríos de angustia le van cruzando la piel santísima.
Con María, cerradas la manos, espada de dolor, mirada al cielo bajo su manto celeste, azul. En el aire cercándolo, los versos de Hilario Ángel Calero:
Manto que se lleva el viento por la calle solitaria. Llanto de un dolor inmenso que va derramando lágrimas.
En San Sebastián, quedarán esperándolos, la Virgen de las Rosas, la Concepción, una Esperanza, todo lo adorador; incluso he visto la inocencia de un pañito de encaje del Niño dormido de la Virgen de la Antigua, o la antigua casulla Santaeufémica cuya tela suena perpétuamente a heroísmo todavía de la batalla del Chaparral.
Mayor Dolor de Cristo, Mayor Dolor de María, una apariencia que los une. Cortejo profundo, Antequera por la noche, Miércoles con negror de túnicas con esparto y disciplina fantásticamente acompañada porque viene desde la Gloria a ello por Andrés de Carvajal que ahí dejó la vida entera, irá horquilla a horquilla escribiendo en la calle:
Mayor Dolor, María del Mayor Dolor, Cristo del Mayor Dolor, sólo una mano sostiene tu vida. ¿De dónde viene esa tu fuerza, Señor, que te aguanta Redentor, sobre el suelo todavía? ¿Qué palabra te podría cortar en tu azotamiento la hiel de tu sufrimiento? Mayor Dolor, ¿cuál sería?. Sí ni Andrés de Carvajal que cuando así te labraba, bien sabes Tú que lloraba lo encontró. ¡Qué sideral! Mayor Dolor espectral ¡Palabra! ¿Acaso pudiera sostenerte de manera que por tu Miércoles Santo tu doloroso quebranto lo hiciera tuyo Antequera? Mayor Dolor desplomado de la columna, mirada, la más honda y desolada que haya la tierra mirado. Santo cuerpo acardenado y llagado. Que temblor de lirios confortadores, esa palabra tendría Si ni la Virgen María puede ya con tus dolores. Si ni las túnicas ya color de noche la pueden crear porque a todo excede en tus dolores. Si ya está la Virgen ahogada Aun viendo cielo su manto y va muda de tan bronco llanto ¡Cristo del Mayor Dolor! que fruto compensador quería tu dolor santo. ¡Ya está!. Lo sabe Antequera por su Peña enamorada. Esa palabra soñada es: Amor. La tierra entera cabe en Él, de tal manera que en vez de Mayor Dolor, a tu dolor salvador, por amor hay que llamarlo, para poder abrazarlo: ¡Cristo del Mayor Amor!
No se está equivocado, sólo se tiene esa Consolación, la Misericordia. Viejo arrabal lucentino de San Pedro. La crucería gótica proclamará en el templo del primer Pontífice su tensión ascensional. Una Pentecostés, cuadro a cuadro apostólico por la iglesia. Allí bautizó Antequera a Pedro de Espinosa que cantó como nadie la Vega, el mar de verdor de Antequera y dio nobleza al valle y a las cumbres. Incluso tendrá San Pedro el alamar antequerano de un, fijaos, aguamanil labrado con piedrecitas del Torcal.
Si de Carvajal o Mena, teorema de la crucifixión y todo el morado de la penitencia, los hermanacos y penitentes en todo el cuerpo procesional como una asamblea peregrina de la tristeza redentiva confiándose a la Misericordia. Donaire femenino con la Misericordia en el Consuelo.
Andaluza y guapa maternal la cara preciosa del Consuelo; jardín rojo el manto, donde la filigrana bordadora tejió un generoso cielo de oro. ¡Color!, hay que salirse de las paletas, caña tostadita, el vestido y la mantilla de la Señora. Consuelo consolante. Lo necesita Ella y lo vamos a necesitar todos. Saetas talladas los candelabros de cola vibrátiles. Policromía de Guzmán Bejarano. El blanco sale y entra como abrazando toda la armadilla, maceros alertando el aire con ráfagas sonoras de trompeterías, rojo cubridor en el terciopelo de las túnicas, cruz de guía, estandartes y que gentileza en Antequera, poner a un instrumento procesional este nombre: tarjeteros, ¡qué gracia angélica!. Con toda la Pasión labrada; y campanilleritos de lujo, ¿no tiene ángel?
Y a la medianoche, en la Plazuela corazón de Santiago, en la Cruz Blanca, la primera Vega; al campo a ver la Vega primero, a pedirle que nunca se arríe su verde, que nunca se mustie. ¡A la Vega la voz!. ¡A la Vega la Misericordia!, ¡A la Vega el Consuelo!. A que la miren, la besen y la guarden. ¡A la Vega! en un estremecido júbilo popular. Vega, campo, marcas y cielo reflejado. Las promesas, la gratitud, el testimonio. Primera Vega, levantando la puerta de San Pedro, la maravilla de los nombres bienaventurados. Estrella, rumor, saeta, ángel, amor, se oirá la presencia divina en la calle, en el rachear de los pasos hermanacos, en la Cruz, en el palio vibrante.
El Amor por Antequera cruza la noche diciendo: Consuelo, Misericordia, Misericordia, Consuelo.
Pedro de Espinosa sueña bajo la sal de San Pedro, alas misericordiosas para que vuelen sus versos. Desde la historia, Lucena manda velones al templo, azules de Inmaculada, velan su santo silencio. Piedrecitas del Torcal un aguamanil le dieron. Abre la Misericordia sus brazos en Cruz al viento, Misericordiosamente a los perdones abiertos. Faroles tiende a Cristo barrocamente sus rezos de llamas acompañantes para alumbrarlo en el duelo. Morada la penitencia, los hermanacos maternos, con mucha fe sobre el hombro, Pisan la vega en el suelo con blancos alertas rítmicos en sus pasos horquilleros
El Amor por Antequera cruza la noche diciendo: Consuelo, Misericordia, Misericordia, Consuelo.
La guapura de la Virgen, manto rojo y arabesco, sale por darle a Antequera su ánfora de Consuelo. Con finas borlas María deja los varales llenos de golondrinas de plata, con bienmesabes de besos. Pétalos de flores blancas andan a sus pies queriendo subir a besar sus manos, quietas de pena en el pecho. Con ondas voces metálicas, guarda le dan los maceros.
El Amor por Antequera cruza la noche diciendo: Consuelo, Misericordia, Misericordia, Consuelo.
Paso a paso, la Pasión anuncian los tarjeteros, de lujo va la inocencia en sus dos campanilleros. Sus candelabros de cola van repitiendo: ¡Consuelo! De blanco los penitentes van a sus lados tejiendo un celeste Ave María que cubre de gloria el suelo, y cuando a la medianoche por la Cruz Blanca, el pueblo oiga decir: ¡A la Vega! en la puerta de San Pedro Cristo y María abrirán de par en par las del cielo.
El amor por Antequera cruza la calle diciendo: Consuelo, Misericordia, Misericordia, Consuelo.
Una Epifanía, beleniza la Capilla Mayor de Belén como una adoración de los pastores. Belén y el Calvario, alfa y omega redentivos, redondez ascética. El villancico y la saeta, delicadeza antequerana, Niño Dios, Dios Redentor, la redondilla de San Juan. Entonces llegó un arcángel que San Gabriel se decía, afán de eternidad de la doctora.
“Vivo sin vivir en mi...”
Y allí los Servitas de los Dolores, en la memoria, la sencillez de los hortelanos, de los matarifes, popularidad.
Orden Tercera Carmelita, siervos de los Dolores, el alma de la armadilla, tiene un estremecedor sentido pasionista. Por delante, oh símbolo, el flagelado; trono dorado, columna de dolor, entrega. Lope tenía razón, cuando decía:
“Razón el mármol tenía porque cuantos le ofendéis mármol le sois en que azotan a Cristo Santo otra vez.”
Luego el Nazareno fabuloso del Consuelo. Andrés de Carvajal lo talló caído sobre una dura piedra. ¡Que Nazareno!; hay como un creciente hermanacamiento de la palabra para poderlo ver, sentir y glosar. La piedra es costaleta en Él de la mano divina, la mano del cuerpo es costalera de la Cruz, la Cruz es hermanaca de la gloria, dolorosamente ceñida la corona de espinas. No sé, allí hay como una columna que crece llena de sangre. Y por entre las caídas, el andar.
Podemos ver su Vía Crucis o su Gloria. Quevedo dio el alerta, llevar parte del leño soberano es añadirle peso a la madera. Detrás María de los Dolores. Se diría andaluzamente, con licencia, porque la Virgen fuera alegría; celeste Lola viva de los cielos. La Roldana la hizo preciosa hasta la inefabilidad: vestidura grana, manto negro de cielo, sin estrellas; lleva encima como un verso de San Juan de la Cruz que antes os recodaba, aunque es de noche, plata y oros anudan los varales. Enclavelada va la peana del trono; abriles con inciensos, el palio, ¡cuánta pedrería lleva! ¡qué alhaja no la alaba!. Palio antequerano de ley como asumiendo la tradición más pura del pueblo. Fulgor, la corona; fulgor, el puñal del dolor. Fulgor, el escapulario. Todo brilla, túnicas, terciopelo bello. Aurora boreal la del Hermano Mayor y doce estrellas en la media luna, y flor, y flor.
¿Cómo se puede compensar sino con pétalos blancos la negrura que la invade?. Capiruchos blancos, ¡qué batalla!, los Dolores entre la luz y las sombras; como la vida misma.
Bandera negra de estandarte, Cruz de San Andrés aspada, como un molino piadoso del dolor para que se convierta en pan santísimo tanto dolor. Los ángeles la guardan como hermanaquillos de su Salve; ¡qué bien navega por la pena!. Ojos de alondra soñando, bonita Lola divina, Dolorcitas de Antequera, quebrándose en el seguimiento de su Hijo.
No sé que se le pudiera decir que la consolara sin herirla, cuando está en Santiago, sólo una palabra: delirio. Y allí a la medianoche el vítor, la gran oración del alma popular y la Vega. Pero esta vez de los Dolores; bengala, la corneta, el hurra, el viva esos hermanacos valientes que ponen en los hombros a los Dolores, al Flagelado, y al Caído y el empuje hasta la cima de la cuesta.
Eso, ¿quien lo puede contar?, nadie. No incurriría yo nunca en esa tremenda e imperdonable temeridad; una Vega que suena toda ella a Dolores. ¡Vamos allá Antequera!, a decirle ¡hay algo, solo de lo mucho que con el corazón en la boca, las manos, los ojos y el espíritu habría que decirle a esa Madre que tanto sufre; ¡vamos Antequera!, a correr la Vega de la palabra por los Dolores:
Toda Antequera le quiere rezar y al oír su nombre no sabe como seguir y sólo dice : ¡Dolores!.
Y es que ha visto en la Columna dolor de tantos azotes, sobre la espalda de Cristo que ya no sabe de donde le van ha llegar las fuerzas que aguanten tantos Dolores. Y es que ha visto ya Caído al Nazareno y no hay soles que le puedan alumbrar en tan oscuros Dolores. Y lo ha visto ya tres veces y teme que se le doblen las penas por dentro y salte su corazón en los golpes, y por ser Madre, no puede seguirle al trágico monte, donde la Muerte y de Cruz, lo llama con negras voces.
Toda Antequera la quiere rezar y al oír su nombre no sabe como seguir y sólo dice: ¡Dolores!.
Dicen que fue La Roldana quien la talló en una noche en la que Luisa rompía las gubias sobre los moldes. Y quiso labrar la pena de María, pero con flores. Y dicen que fue tomando de cada espejo un azogue, y de cada flor un pétalo y despacio, golpe a golpe, como Dios la había pensado la hizo tan guapa y tan noble que ya no hubiera dolor que no aliviara su nombre.
Toda Antequera la quiere rezar y al oír su nombre no sabe como decir y sólo dice: ¡Dolores!.
De rojo pasa vestida, negro telar de la noche en su manto, en el que van bordados tantos Dolores, que ya Dolores no quedan que igualen a sus Dolores, Una Vega de entusiasmo, ¡oh! Vega de corazones, la subirá a los cerretes antiguos, entre clamores de saetas y bengalas, y cornetas y tambores. Son hermanacos crecidos para que nada la roce. Y por Belén esa Vega dirá por toda la noche.
Toda Antequera la quiere rezar y al oír su nombre no sabe como seguir y sólo dice: ¡Dolores!.
Cristo habla desde sus siete palabras, la Cruz en el Viernes lo domina todo. Altares desnudos, solitarios, genuflexión crucífera, un rumor bendito de búsqueda, el Viernes. Jesús dirá: “os di una deliciosa tierra y me habéis preparado una Cruz. Apoteosis de Tomas de Aquino en Santo Domingo. Por Antequera, el antiguo celo, todos la sabéis, lo habéis vivido, es un ángel que mueve a la competitividad, es bueno eso de la de “abajo” y la de “arriba”, la de “arriba” y la de “abajo”. Dios está siempre en el centro y en un Dulce Nombre común, uniéndolo todo. No es más que una entrañable rivalidad ascética pero llena de graciosa hermosura. Los tiempos, claro está, cambiaron y en esta línea de aparentes diferencias lo que emerge y se levanta es la Cruz.
Mediada la tarde, los hermanos del Nombre de Jesús y la Paz, la popularísima de “abajo”, irán a casa del Hermano Mayor a recogerle y a la del Mayordomo para que la armadilla desfile unida, ávida, aprisa, hacia el templo, a fundirse en la imaginería devocional de la que es responsable, enseguida. Pero, ¡atención a los nombres!: Jesús y la Paz, todo un envolvente compromiso. No es válido en orden redentivo lo que está fuera de esa Cruz a que sabe todo el Viernes Santo. Realeza del cuerpo cofradiero honrado con las más altas alabanzas reales. Almohadillas, horquillas se van disponiendo en el templo Guzmaniano, Rosarial, blanco, para que todo esté en orden. Descenso por la calle del Viento, por la cuesta de Zapateros o Encarnación o Calzada, o Diego Ponce, o Cantareros, ¡cuánto nombre maravilloso! en el rumbo antequerano de la calle Estepa, ¡corazón!.
Delante el Nazareno del Dulce Nombre, firme el paso dorado del que emerge la lumbre de los grandes faroles encendidos. Dos ángeles al pie del Dulce Nombre, irán como recreándose en la devoción. Llenarse del Nombre de Jesús, eso es la Paz, alas de ángeles, quietas las manos de Jesús en el madero, potencias sobre el primer Vía Crucis de la vida, oro y morado, alegría y pena en el cuerpo nazareno, y la mirada de Dios deteniéndose en cada uno, la Paz. El texto del día, el texto santo, como una meditación, habrá dicho: “dobla tus ramas, ¡oh! árbol, por si dobladas se nos hace mayor la sombra amparadora. Bajo el Dulce Nombre la redonda y silente firmeza de la horquilla, por el Poniente del Viernes. Pero el nombre se hace muerte en el Cristo de la Buena Muerte, naturalmente de la Paz. Hermandad, nexo, bastón de vivir y de morir. La Paz, que otra cosa para la muerte. La muerte para la Paz. Teorema de vida cristiana, al alcance de cualquiera que no la pierda de vista. Luego, en la Plaza de San Sebastián, otra vez, antequerana unidad, la de “arriba”, la de “abajo”, el Socorro la Paz, la Paz el Socorro, eclosión de vítor, del piropo, de la alegría, porque las dos advocaciones lo que izan en el aire es un solo nombre: María.
En el Cristo de la Buena Muerte, la Santísima cabeza de Jesús como acabada de caer sobre el pecho, hacia el pecho, guarda reverente de los cuatro hachones granas. Los hermanacos sostienen el más dramático y consolador velatorio. Flores granas y el blanquimorado andar penitente, ese color mezclado de la peregrinación. Otro campanillerito de lujo llama por la Buena Muerte a la Paz, recuerdo de cuando Jesús era niño y María tendía villaciqueramente su ropita en el romero. ¡Qué cantidad de horas de niñez rubia de Cristo no lleva la Virgen!. Toda ella es Paz. ¡Qué entrecejo maternal, qué temblor de gubia de pena en la frente!. En los ojos de la frente, entre la cejas de la Virgen de la Paz, ¡qué finas lágrimas en la preciosa mejilla!. Esbelto, perfectisimo el trono, donde los varales van diciendo también: ¡Paz!.
Manuel Cáscales decía, mirando precisamente al campanillero niño: “un día, en el cielo seguirán oyendo campanillas celestes”. Paz del llanto sosegado, desglosaba magistralmente Juan Manuel Moreno. ¿De Montañés, de la Roldana, de Márquez?, que más da, lo importante es la Paz que viene de Ella y de ninguna otra fuente. Clavel, gladiolo, azucena, todo lo blanco, símbolo de la Paz. Gigantesco Ave María en el milagro táctico de Encarnación con Calzada, casi como si allí, el hermanaco tuviera cielo en las manos y los pies girando por Ella, primor de quiebro, del quiebro para que nada la roce. Azul suave el palio como queriéndose casi entrar por los balcones de las casas, porque es la Paz y quiere entrar en ellas. La gran palabra capaz de contenerlo todo; cuándo vuelva a su templo del Rosario, ¡ay!, el Rosario en la familia, saltará el maremoto de la Vega, otra vez. ¿Quién sino la Paz en María puede hacer la Paz?. ¿Quien sino la Buena Muerte puede cerrarnos los ojos?. ¿Quién sino el Dulce Nombre puede asegurarnos el Jesús de la última hora?. Somos hijos, somos padres, somos familia. Vivimos dramáticamente la fragilidad de todo lo que nos continúa.
Allá que brotará esa Vega con empuje, con delirio, de abajo a arriba, en esa cuesta bendita de la Paz. ¡Al templo con Ella hermanacos!, las teorías del mundo fracasan todas, las del cielo, nunca. Por entre el clamor de ¡a la Virgen! y ¡a la Vega de la Paz!, el romance creciéndose también irá diciendo junto al fragor de los hombros:
Dulce Nombre, Buena Muerte, los dos por la cuenta van de “abajo” a “arriba” diciendo: ¡Santa Vega de la Paz!.
Cuatrocientas primaveras velan sus túnicas ya, si por Roma es Pontificia por su nobleza es Real. Santo Domingo la hizo Salve a Salve, Rosarial, cubriendo de Aves Marías su blancura celestial. Su armadilla que no cesa en su alegre repicar, sabe que en María la espera una lágrima, que está labrada con Madres mías, de azucena y de cristal, por un dolor Nazareno que a la Buena Muerte va, porque en los brazos de Cristo todo desembocará.
Dulce Nombre, Buena Muerte, los dos por la cuesta van de “abajo” a “arriba” diciendo: ¡Santa Vega de la Paz!.
Campanilleritos llenos de inocencia candeal, jugando a Hermanos Mayores, besan su maternidad, soñando bajo la púrpura miniatura su bondad. Besa la noche su palio y entre varal y varal, en su monte de claveles blancos le quieren alumbrar, ¿quién labró la piel de nardos de la Virgen de la Paz? ¿fue Martínez Montañés? ¿fue Luisa la de Roldán? ¿Miguel Márquez con su gubia? ¡hermanacos que más da! si en las manos que la hicieron anduvo el cielo a la par.
Dulce Nombre, Buena Muerte, los dos por la cuesta van, de “abajo” a “arriba” diciendo: ¡Santa Vega de la Paz!.
Entre las calles que llaman Encarnación celestial y Calzada por chapines en su esquina floral, una peña de hermanacos la mueven, pies de azahar, de modo que no la pueda ninguna esquina rozar, ¡por Dios Santo! ni siquiera la saeta de la cal, porque lo que va en sus hombros es la Virgen de la Paz. ¡Y van y vienen!, sin sitio, ¡ángeles del maniobrar!, hasta salvarla de todo cuando la pueda dañar.
Dulce Nombre, Buena Muerte, los dos por la cuesta van, de “abajo” a “arriba” diciendo: ¡Santa Vega de la Paz!
De pronto dirá la noche: ¡Vamos a la Vega ya! y la Ascensión armadilla, y hermanacos la izarán, de modo que una Ascensión arriba parecerá. ¡Vamos allá, esos valientes, al templo con Ella ya! Y una tromba de alegría hombro por hombro la irá llevando a la santa puerta, girándola antes de entrar, para que mire Antequera y la inunde con su Paz.
Dulce Nombre, Buena Muerte, los dos por la cuesta van, de “abajo” a “arriba” diciendo: ¡Santa cuesta de la Paz!
Si “abajo” es Cruz nazarena y Paz, “arriba”, ese Viernes, Cruz de Jerusalén y Socorro, en Santa María, y agrega el nombre: Jesús de Santa María porque lo mismo es que Santa María de Jesús. Una Cruz multiplicase en cinco; los cinco sentidos en Cristo y María. Se ven desde allí los aires, los cielos, la Peña, el Torcal; mas cerca de la luz, imposible. En su retablo mayor, la Virgen del Socorro, un alerta, una súplica. La oración es siempre Socorro. Modelo el camarín de los camarines antequeranos del XVIII. Todo el templo, pasión; María, el Nazareno, la Cruz, la Verónica y la venerable presencia de los abuelos, San Joaquín y Santa Ana, símbolo de la familia en Cristo. Camarín, arcón; camarín, joyero; vibra el oro en él, todo es poco para honrar a la Señora.
Cuando los franceses se lo llevaron todo, quedo en pie la Capilla de la Hermandad y redoblado el amor a la Virgen, porque lo que fue Capilla del Socorro paso a ser Capilla Mayor. El barrio del Portichuelo se apiño con Ella, Miguel Márquez la policromo, le vidrio la mirada, como queriendole acrecentar la transparencia.
Cruz de Jerusalén y María del Socorro, primavera de mil seiscientos veinte en marcha con rúbrica del Prelado Fernández de Córdoba; era cuando los pleitos aquellos de los Narváez y de los Chacones, otra vez, entonces, los líos de los de “abajo” y de los de “arriba”, pero el cielo llamando sobre los tiempos a unidad.
Jesús, y no me cansaría nunca de glosar esa maravillosa Guía, con prosa muy tersa, muy erudita, muy precísima pero novísima, alaba la peana dieciochesca, pirámide peregrina y el techo de su palio y las caídas áureas y la plata repujada; bordadoras antequeranas hicieron el manto antiguo, la pedrería un siglo después cuajaría el nuevo. Dos coronas tiene, como ensanchando el área de la maravilla andaluza, una de Córdoba, otra de Sevilla. Un tesoro de estandartes, bien sabéis, gallardetes, tarjeteros, mantos. Entre el Museo Municipal y el templo cubren su gloria. Jesús Nazareno color de morado, agonía; ¡precioso Nazareno!, hace unos momentos iba a verlo porque en mi anterior visita no tuve ocasión, madera dorada, ángulo buscando los ángeles custodios del paso; el Cirineo primer hermanaco de la tierra, primer costalero, va con Él. Toda la Pasión con el mejor barroco grabada en la Cruz, a son de plata reverente. Sobre la túnica, la Cruz sola, con las escalerillas bordadas en oro del descendimiento para cuando tengan que bajarlo los santos varones. Tintineo de tulipa en el aire, Santa Cruz, Nazareno, Socorro, maravillamiento del palio del paso de la socorrista; dieciséis embeltecen los varales. Se cantaría:
“Un clamor de bambalinas, órgano de seda y oro, va cantando en Antequera a la Virgen del Socorro”.
Cruzaditas las manos, ¿qué pide?, ¿qué busca?, ¿qué quiere?. Alguna vez uno, de niño, vio a su madre así, porque cierran tanto las manos pidiendo las madres. Puede dárselo el Nazareno ese Socorro, pero el Nazareno quiere que venga de nosotros, de la oración, de la vida ejemplar, del cumplimiento de la fe. La Jerusalén que la recibía con aleluyas el Domingo, la ha convertido en Cruz, pena de soledad, claro está que necesita Socorro; si en los ramos eran niñas a la hebrea las que la alegraban, ahora son ángeles a sus pies quienes la consuelan. Una campanita, ¡qué poquito metal quiere!, llama en el paso.
Pero abajo, los ángeles se convierten en hermanacos, gigantes en la piedad y en el amor, antequeranos penitentes juntos en el Socorro. Calle a calle cruzará la ciudad, y a la medianoche, esa última Vega, alud nervioso, colosal, allá en el Portichuelo, mirador de los cielos, rotas las saetas que ya no pueden socorrerla más, ¡Antequera, Vega de Dios!, ¡Vega del Espíritu Santo!. Tremenda red queriéndola cubrir, saltará estremecida, levitándola, alzándola, socorriéndola, todavía mas, hasta su Santa María.
¡Señor! En el Portichuelo de la muerte, haz que todos encontremos la mirada de tu Madre del Socorro.
Cinco cruces te lo piden, con Jerusalén al fondo, desde la Cruz encendida que entre ángeles gozosos, te va ofreciendo Antequera en tu peregrino trono. Cinco cruces que son una sola Cruz ante el Socorro. Anunciando van la pena que se levanta en los ojos de tu Jesús Nazareno, la Cruz del Gólgota al hombro, el cíngulo entre las manos de los ángeles custodios que lleva sobre la túnica fieles escalas de oro, para cuando lo desclaven en su Torcal doloroso.
¡Señor! En el Portichuelo de la muerte, haz que todos encontremos la mirada de tu Madre del Socorro.
Te lo pedimos Señor desde el paso generoso con que te sigue la Virgen con su tristísimo asombro, en su cielo de varales, ángeles sueñan atónitos, queriendo adentrar las alas dentro de su pecho roto. Jarra de claveles quieren llenar su manto sin fondo, con aromas, devolviéndole si pudiera ser su gozo. Campanas con son de estrías, yertas delante del trono piden a los hermanacos que lleven firmes los hombros para poder con las lágrimas que van llorando Socorro. Dieciséis varales van, plata de son melancólico, tocando a muerte divina sobre la peana del trono mientras las horquillas siguen con sus pasos dolorosos rumbo a la Vega final, la de “arriba”, del Socorro para dejar a María en su camarín de oro.
¡Señor! En el Portichuelo de la muerte, haz que todos encontremos la mirada de tu Madre del Socorro.
Y como en la marcha “Amargura”, queridos maestros, terminemos de pronto.
Pasó el Santo Entierro, de San Francisco. La solemnidad con una rúbrica de luto, con una rúbrica de respeto y de veneración en la calle. Pero de pronto surge la Resurrección, esa muerte transitoria, y en tres días edifica la Resurrección que es otra vez la blancura de la que veníamos, del abril de la Virgen. Pero, ¿dónde decir adiós?, ¿dónde dejar el pregonero la palabra unida al pueblo antequerano?. Y pienso que dónde mejor que en el Portichuelo; la Capilla tribuna, tan cubierta siempre con las candelicas de la fe de Antequera. En ella como en la de la Cruz Blanca y Santiago tenían alma popular los viejos Vía Crucis. ¡Candelicas para esperar el cielo!, por los pastores que esperaban en Belén, porque allí está pleno, rotundo y lívido el cielo entero de Antequera; allí os diría yo ¡hasta siempre!, penitentes, hermanacos, cuerpos procesionales, antequeranos todos. Armadilla, Resurrección, campanas, Vega de la fe, ¡santas Vegas del alma!. Allí, frente a esa vega del todo verdor, frente a esos cielos puros y cerca de Santa María, en el enclave último, como izándose la palabra, poniéndose de pie para decir allí: os beso y os abrazo para siempre, espíritus, y almas, y Pasión de Antequera; allí donde se ve el Torcal mítico como plegando sus túnicas de piedra, Portichuelo de María y de la Cruz, tejadito a cuatro aguas para pedir a los cuatro rumbos en vuestros Mayos, al Cristo de la Salud y de las Aguas por vuestra suerte, por vuestra salud, vuestros olivos, vuestros trigales, vuestra fortuna, vuestro amor.
En su centinela alta, en su blancura, en su celeste, ¡muchos mayos floridos para vosotros, Antequera!. Allí, la palabra del pregonero besará el nombre ancestral de Antequera, del Infante triunfal. ¡Resurrección!, allí donde la cal y la flor se besan, a la puerta de Santa María, donde se tiene a la mano, grabado en la piedra al entrar, bajo el arco, la jarra o ánfora de azucenas con que os saludé. ¡Portichuelo de Antequera!, ya pasó el Santo Entierro, ya han roto en el aire las campanas de toda la ciudad, copiosa de templos y de retablos, de Vírgenes y Cristos, de fe con sus Vegas jubilares por María y por Cristo, allí en esas Aguas y en esa Salud, en esa altura y en ese epicentro, el pregón quisiera quedar como un amén celeste, en señal de abrazo, aun cuando se ha dormido, como el perfil del amor en la piedra:
¡Capilla del Portichuelo! ¿A qué puerta Portijuega? ¿Se llamará Portivega? Portichuelo de tal vuelo. ¿Será tal vez Porticielo? ¿Serás Portiprimavera? Por su gracia campanera, el Pregón lo llamaría: Portiazul, Porti María, Portiamor, Porti Antequera. |