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PREGÓN Se nota estos días en muchas casas antequeranas, una especie de locura colectiva, un revuelo singular. Quedaron atrás el mutismo medio-aterido que reina en invierno... Y, aquella calma impuesta por las negras noches, por el recio frío que bajaba de la meseta y se estrellaba en el Torcal, deja paso a una actividad peculiar: que si repasar la túnica, que si tratar de borrar aquella mancha de cera que se resiste, que si desdoblar, delicada, la mantilla; que si preparar el traje negro; que si repasar la túnica; que si planchar el traje de etiqueta; que si buscar aquellos guantes... Por tu Amor, Antequera.
En la iglesia, apenas se extinguió la última voluta de la vela recién apagada, abrazando en su rectilíneo subir hacia el cielo, el aroma del incienso permanente, se desata un mar de actividad... Se acabó el tríduo, el quinario, la novena, el septenario, por los que rezamos a nuestro Cristo y nuestra Virgen, y nos juramentamos ser mejores; dieron sus últimas lecciones piadosos párrocos... Ahora, hay que ultimar la procesión, Por tu Amor, Antequera.
A MANERA DE SUPLICATORIA: CON PERDÓN.
Y va y dice el poeta... “Cada año, a la primavera antequerana, la cruza un ramalazo de dolor”. Y apostilla otro, “Antequera que te meces entre el Torcal y la Peña”. Para acabarla de empatar, llega un tercero y se le ocurre algo así como que “en plena Creación, Dios soñó el Barroco, y nació Antequera; buscó un lugar donde descansar, posó su mano en la Tierra y nació el Torcal”.
¡Ay, Antequera, Antequera!. ¡Ay mis hermanos cofrades!. Tras escuchar cosas así, y las que ha dicho, catedráticos y poetas; escritores y religiosos; gente grande que ella sí que supo decir como eres y como son estos tus días. Antequera, ¿qué puedes esperar de este pobre pregonero?. Como quiero hablarte, Antequera, cara a cara, voy a dejar las cosas claras. Jamás podrá llegar tu pregonero de este año, ni a la sombra de los clavos de los zapatos de cualquiera de quienes le precedieron. Por varias razones. Pero voy a decir como aquel obispo -ya lo dijo otro pregonero- que llega a un pueblo y no le reciben los tradicionales repiques de campanas -¡eran otros tiempos, claro!- acudiendo azorado el párroco para esperar al obispo... “Disculpe monseñor que no hayan repicado las campanas. Por tres razones: la primera, porque en la iglesia no tenemos campanas...” Sonriente, el obispo, le replicó”: Excuse buen hombre, que ya me sobran las otras dos...” . (Por cierto que ese cuentecillo no pudo ocurrir en Antequera, que aquí Jesús Romero ya se hubiera encargado de que la hubiera y de que sonaran... contando con que esas personas sevillanas y las malagueñas se entendieran, claro).
Pues eso: que tu Pregonero, Antequera, no podrá hacer nunca el pregón que el quisiera y que tú mereces, por tres razones: la primera, que no es ni escritor ni poeta, ni religioso, ni cree ser la mitad de esas cosas que, haciendo hoy su obra buena del día, en pleno ejercicio de caridad, decía el bueno de José María, el buen amigo – de casta le viene al galgo- Alarcón. Y es posible, Antequera, que te preguntes: ¿Y entonces por qué aceptaste?. Por tu Amor, Antequera: porque me enseñaron en mi casa, aquel hombre bueno y fuerte de blancos cabellos, esa dulce mujer tierna de respirar entrecortado, dos mandamientos de SU Ley de Dios: primero, amar a Dios sobre todas las cosas: segundo, quererte, mi Antequera... ¡casi tanto como a Dios...!. Y se produce en tu Pregonero, Antequera, ese punto de duda y vacilación, entre el no sé, pero quiero; quiero pero no puedo, no puedo pero lo deseo... Por servirte, Antequera; por tu Amor, Antequera. Así que... lo siento por estas buenas mujeres y hombres, que esta noche tibia de la primavera antequerana, como D. Manuel Gámez, hacen su ejercicio de caridad diario y vienen a arropar a tu pregonero... Como decía mi padre, a quien tiene que ir este Pregón, que Dios se lo pague a Dios; que Dios se lo pague a todos.
Así que vamos...
Antequeranos; antequeranos del alma, queridos paisanos. Antequeranos venidos estos días de lejanas tierras, hermanos.
Comarcanos de tierras hermanas que ayudáis a ser más grande esta tierra y os sentís... antequeranos.
De orden de mi presidente, el buen Federico Esteban; con el superior permiso de nuestros Alcalde, Don Paulino; y,... porque así lo quiere Dios, vuestro Pregonero, anuncia a los cuatro vientos, que en llegando la Primavera, vino hasta Antequera su Semana Santa.
Que se entere todo el mundo. Ayúdenme los recios vientos del Torcal antequerano, a que lleguen las palabras allá tan lejos donde mi Radio lo permita. Pregónenlo en sus vuelos los pajarillos. Lleve su aroma prendida. incienso y cera; clavel y nardo; lirios y azucenas; y hasta... espárrago; la de las mil flores que estos días, estallan, hermoseando nuestra Vega... entre el Torcal y la Peña.
Lleve el sol reflejo de sus colores, cuando, en saliendo por la de los Enamorados Peña, choque en la primera de tus cristianas veletas y vayan rebotando, rebotando, repitiendo blancos y verdes y morados; verdes; azules y rojos; negros; granas, oro y blanco; negros y blancos; morados; y más morados y blancos y rojos y azules rasos; y más negros, y, el último día, los mil colores del arco iris, desde Santiago y Belén, a Santa Eufemia: desde Santa Eufemia, al San Pedro poderoso; desde San Pedro, a la Trinidad, y San Francisco, y los Remedios y tras, enredarse, juguetones, en la de esa pareja de enamorados que se persiguen sin cesar, lleguen hasta el angelote y, desde allí, poderosos, suban hasta el Reloj, dejando, en su recorrido a Antequera toda, bañada del color, de los mil colores, de su Semana Santa.
Te decía, Antequera, que en llegando este tiempo, a la primavera antequerana, la cruza un ramalazo de dolor.
Vayamos por partes, Antequera. Te he mencionado un par de cosas: la primavera y el ramalazo de dolor de sus procesiones. Pero, si la primera llega, y ni los poetas, saben como ha sido, la segunda, si que se sabe. Llega, porque tú lo has querido, Antequera. Llega, porque por tí, lo quisieron, fíjate bien, ¿te acuerdas?, desde... que al amparo de mi dueña Santa Eufemia, desde lejanas tierras de Aragón y de Castilla, de León y de Galicia, con gentes hermanas de mil lugares de las Españas, el Infante, Don Fernando, convirtió en cristiana a la perla musulmana.
La Semana Santa llega a Antequera, porque desde apartados rincones, vinieron cristianos monjes y más de treinta iglesias fundaron. Porque angélicas manos de artistas, milagros de imágenes tallaron. Porque el señor Santiago, llegó a las Suertes y de sus propias manos, entregó al buen fraile esa preciosa estatuilla de nuestra patrona mariana de los Remedios, a cuyo amparo me someto.
Porque luego, los Narváez y los Chacones; los laneros y hortelanos; los de Arriba y los de Abajo; los del campo y del ganado; los curtidores y los labradores; los herreros y carpinteros, y, milagro de los milagros, hasta algunos marineros; los tallista y pintores; las dueñas bordadoras, las monjas silenciosas, entre todos, lo acordaron.
Y lo quisieron los Narváez, los Gómez de Vivanco, los Martín de Toro, los Muñoz Cabezas, los Rincón y los Alfaro; los Castillo Vintimilla, los Uribe, los Valencia, los Ligero, los Reinas y los Fernández; los Chacones, los Ulloa de Távora, los Zapata; los Rojas. Y los Huéscar, los Cuellar, Muñoz y los Bermejo; los Caballero y los Garci Abejarra, los Tejada y los Paz; los Gálvez y Segura, los Pareja Obregón, los Velasco y los Muñoz; los Villalón y los Orgaz; los Mendoza, Campotejar, Bustamantes y Aguirres... Loor a todos ellos del ayer remoto...
No son sino los Vergaras, Ruices, Sarrailleres, Morenos, Muñoces y Velascos, los Puches, los Rojas, los Garcías Berdoy y los Gálvez, los Cordones, Matas, Artachos, Guerreros, Torres, Vidal, Gutiérrez, Franquelos, Angladas, González, y Espinosas de anteayer y los Esteban, Villalones, Calles, Gallardos, Machucas, Alvarez del hoy de San Agustin; y los Ríos, Campos, Castillas, Guerreros, Gómez y Gutiérrez de San Zoilo; y los Garcías, Vegas, Ramos, Montes, y otros Matas y otros Cruces de la Trinidad; o los González, Moreno Laude, Porras, Pinos, Molinas, Españas, Arandas, de la Rosa y Lozanos, de San Sebastian; los Brachos, Espinosas, Villalones, Aragón, Jiménez y Lebrones de San Pedro; los Puche, Aguileras, Morenos, González, Cobos, Sánchez, Checas, Montoros y Manzanos, de Belén; y los Maeses, Vidaurreta, Cabanillas, Jiménez, Higueras, Castillos, Garcías, Sánchez, Palominos, Cordones, Talaveras, de la Linde, Barones, Bellidos, Lunas y Jiménez, de Abajo, y, de Arriba, los Ruices y los Herreras, los Gutiérrez, los García, los Huertas, los Romeros, los Carrascos, los Pérez y Marín. Y los Rosales y Garcías, los Gámez, Moreno, Molinas y Gálvez, del Carmen; los Sotomayor, Alarcón y Checas de San Agustín. Y los de tantos y tantos, de todos sitios... de hoy.
¿Y quienes son esos? Se dirán algunos: son Cofrades... Nada menos que cofrades. Es decir, miembros de hermandades, es decir, y por esencia, miembros de instituciones religiosas, no conjuntos folclóricos -ni aún en el mejor y más exacto sentido de la palabra-, ni asociaciones benéficas, ni ninguna de esas cosas que a diario pretenden o descubrimos, o achacamos, o recriminamos.
Instituciones religiosas somos y, por serlo, también Iglesia. Si se quiere, a nuestro modo; si se quiere, con todas las notas específicas que caracterizan al cofrade. Es nuestra manera de amor de Dios y a su Madre. La que nos enseñaron nuestros padres y la que enseñamos a nuestros hijos... ¿Qué estamos equivocados?. Vaya quien sea con las quejas a aquel buen Infante de Aragón, que, amparado en mi dueña Santa Eufemia tomó Antequera, para de quien es. Eso son y no viejos resentimientos anclados en el pasado ni nostálgicos que se distraen con los altares, añorantes de otros tiempos... Son... tú misma Antequera. Gente fiel a las tradiciones que recibieron de quienes más les quisieron, sin lugar a duda alguna posible: sus padres; gentes que, fieles a promesas contraídas, trabajan por Dios y por tí, y se afanan, Antequera, en ser cada día mejores. Gentes que dejan su descanso para preservar la iglesia, el altar o el trono; gentes que no dejan a las familias... porque la llevan consigo al templo. Gente que cree en el Dios para quien fuiste ganada. Gente que sí, se toma una copa cuando termina una función... Pero no saben otras gentes, Antequera, que ocurre, ya sabes tú como somos los andaluces, -una raza vieja que gasta diez duros en vino y almejas vendiendo una cosa que no vale tres- que esa copa la prepararon las manos de la esposa, de la madre, de la novia, de la hija, y que nos sirve para compartir, para repartir con los demás eso tan preciado... Para unirnos más, para hacer planes, para hermanarnos, para hacernos más... antequeranos.
Los cofrades, son esas gentes que, en llegado Semana Santa, lucen sus mejores galas, para proclamar a quien interese sus creencias y su fe; para presumir... pero con la cara tapada; para ir todos juntos, hermanados... Para pasear por las calles esas maravillas obras de ángeles –sí, sí, de los ángeles aquellos que decía mi señor Juan Manuel habían visitado a las caritativas vecinas de calle del Río-, sacando el pecho hacia fuera y diciendo, a quien quiera oír, cual es su fe, cual su postura, cual su creencia, cual su devoción sagrada; ocupando el puesto que llevó su padre y el padre de su padre, y así, sucesivamente hasta aquel día en que bajando desde aragonesas tierras, en el nombre de Santa Eufemia, te hicieron lo que eres, Antequera. Eso son los cofrades. Gente, que, agotada, por ti, por tu Semana Santa, olvida su sueño. Gente que, así, Antequera, sabe que te hacen más grande... más... como tú eres, mi Antequera. Eso son los cofrades.
Por ellos, en llegando estos días, a la primavera antequerana la cruza un ramalazo de dolor... Esa primavera que nos ha venido y ni los poetas saben cómo ha sido. La Semana Santa, sí. ¡Claro que se sabe cómo ha sido!. Sencillamente: tus hijos, Antequera, lo han querido.
Y ya hemos engarzado para ti, Antequera, como tres piedras preciosas: a Dios, los antequeranos y a tí, Antequera. Y van los tres unidos: Sin Dios, la Semana, no sería Santa; sin el pueblo, estas cosas hubieran pasado a una especie de museo de cosas muy bellas, pero muy frías, como muertas: sin tí, Antequera, no sería espejo vivo de la ciudad, niña de sus ojos, latido de su corazón, veleta de su fe y tesoro de su espíritu. Con sólo faltar una de esas piedras preciosas, la Semana Santa de Antequera, no sería lo que es. Sería otra cosa, no sabemos qué, pero otra cosa bien distinta, a la que Dios, los antequeranos y tú, Antequera, venís queriendo desde hace tantos siglos, cuando bajando desde aragonesas tierras, amparado en Santa Eufemia, el buen Infante Don Fernando hizo cristiana la perla musulmana...
Estarás echando en falta algo en mis pobres palabras Antequera. Algo a lo que tú más amas, porque es lo que más aman tus hijos. Vamos a corregirlo: Nos falta el nombre de la Señora, el de la Reina del Cielo y de los Ángeles, el de la Madre: MARÍA. Esa Virgen María a quien Antequera, en sus hijos, se encomienda para que en sus necesidades, en sus malos momentos, recordando su Soledad terrible, su Mayor Dolor y todos sus Dolores, al pie de la Vera Cruz, por Piedad, nos traiga su Consuelo, su Paz, su Socorro, su Esperanza...
Esa María, tan ligada a Antequera que mucho tiempo antes de que fuera dogma, hacía jurar a quienes venían para regirla desde uno u otro puesto, su fe en la sagrada Inmaculada Concepción de María.
Y ya ha llovido, ya... Pero no importa, que las cosas que se siembran en la maceta de la historia, ahondando sus raíces en la buena tierra, regada con el agua clara de los amores limpios, jamás se mustian. Y están ahí, adormecidas a veces, esplendorosas otras, renovándose para rebrotar cada año, en interminable proceso que pasa de padres a hijos...
Antequera, sabe regar con el agua de su cariño a sus cofrades y ahí siguen éstas, enhiestas, firmes... Y, si el vendaval fortísimo desgajó alguna rama no muy firme, raramente no rebrotó, -ahí está la Soledad-; y si alguna vez no fue así, otras ramas nuevas salieron, y ahí están, en cinco lustros casi, Pollinica, Mayor Dolor, el Rescate, Estudiantes... Ahí están, Antequera. Y están como tú las quieres.
Y tú Antequera, las quieres sin los artificios de esa química que hace parecer a las cosas lo que no son. Aquí, los tronos, van sobre hombros de gentes recias... y menos recias, pero hombros de hombres que creen. Aquí, la cera es cera, el clavel y la rosa y la azucena y el romero... y el espárrago, son de verdad. Flor, cera, metal, oro, hombros y esfuerzo, sacrificio y creencia, sentimiento y dolor... Todo de verdad. Verdades dentro de la gran verdad de Antequera... que es sólo de Antequera y sólo para Antequera.
Cada año, a la Antequera que se mece entre el Torcal y la Peña, en llegando primavera, la cruza un ramalazo de dolor. Por amor a Dios y a María, su Madre, Antequera, desde los farallones altos del Torcal hasta la más escondida de sus callejas; desde el portentoso palacio hasta la más triste de sus casas se ve sacudida por una ola misteriosa que la sumerge en un ambiente mágico, encerrado entre los Cerros de Gandía, los bajos ramales de la Sierra, desde los picos de los montes próximos a Mollina y Humilladero, envolviendo en sus haces los efluvios de la salada Laguna de Fuente Piedra, hasta los diminutos granos de polen del mar de olivos que se vierten hacia Antequera, ungidos de música y plegarias, desde las Algaidas o Archidona, con el trompicón del amoroso pellizco de piedra de la Peña de los Enamorados.
Esa mezcla de luminosidades se estrella contra los grises y rosados, contra los azulados y enhiestos farallones del Torcal, y envuelve la tarde antequerana en mil sutiles formas de luz y de color.
Es una hora mágica de silencios saludados por el trinar de ejércitos de golondrinas y el leve murmullo de una flor que se abre. A medida que se adentra la primavera, ese murmullo se hace mar de encantos y la luz, esa luz crepuscular de Antequera, parece estremecerse con el aroma profundo de las flores, componiendo un todo que embruja, que invita a sumergirse en él, prestos los ojos a la contemplación y el ánimo al sosiego.
De pronto, de alguna parte de cualquier barrio de la ciudad, rectilínea, se alza al cielo, rompiendo esa paz y quietud, la nota estridente de un agudo clarín. Enseguida, otra y otra y, luego, el acento rondo del tambor que es herencia de los que introdujeron civilizaciones celtas, confeccionados, miren lo que son las cosas, con la piel del caudillo muerto en la batalla.
La luz, la mágica luz de Antequera, se estremece, parece como que se despabila, para quedarse prendida en mil áureos reflejos, de dorados flecos, de argentinas barras, de gráciles bambalinas, de la trasparencia de la lágrima que resbala por el rostro níveo de la Virgen.
Se produce, justo en ese momento, una colosal conmoción que estalla: a un tiempo –que lo asimile quien pueda- los repiques de las campanas, los vítores enfervorecidos, el ronco grito de mando del hermano mayor, plegarias, músicas, requiebros, canciones hechas oración, oraciones hechas suspiros, suspiros vestidos de lágrimas, lágrimas plenas de alegría, alegría brotada del alma, de lo más adentro del corazón, ese corazón emocionado que tiembla, a un tiempo, de alegría y de dolor: la Virgen salió a la calle.
Pero ¡quieto! : media un tiempo entre que la Virgen sale y se pone en marcha la procesión...
Veréis, hermanos. No es cierto que las procesiones, en Antequera, duren un rato. Las procesiones duran todo el año y, este, trece meses. Todo el año recordando, preparando, mejorando... No; no es cierto que las procesiones en Antequera sean cosa de un rato.
Acaba de encerrase el trono, es presa de la piadosa rapiña de mil manos que quieren llevar a la esposa, la madre, la novia que espera fuera, una flor que estuvo junto a la Virgen en procesión, a sus pies, al lado mismo de su carita de ensueño, cuando ya se empiezan a hacer los planes para que el año que viene resplandezca más y mejor; para “que el manto...”, “para que las flores...”, para que “la luz que le daba en la cara...”, para que “menos parones”... No duran un rato en Antequera, sus procesiones.
Las procesiones en Antequera, salen en Semana Santa, pero empiezan el mismo Lunes de Pascua. En la imaginación del directivo cofrade, se suceden planes y proyectos, que son como gigantescos castillos en el corazón de los cuales, reina su Cristo, su Virgen amada.
Apenas entra la cuaresma, sin necesitar que nadie les incite, sino dejándose llevar por algo que no se sabe de donde, como la primavera, pero que nace en el corazón, se empieza a preparar la procesión.
Poco a poco, lo que no son más que –en sentido estricto- maderas, telas, vidrio y cristal, irán configurando una maravilla armónica, una plegaria hecha trono –en Antequera no hay “pasos”, son tronos-tronos-, a la manera de una palpable oración. Los mil adornos, a manera de suplicas son; los candelabros sinuosos, no son sino brazos extendidos que se alzan al cielo, suplicantes de perdón; las flores, oraciones, cantos, plegarias, el rumor contenido de la oración. Sobre ellos, entre ellos, emergiendo de ellos, la sagrada imagen, el “nuestro Cristo” o la “Virgen nuestra”, hechos un fulgor... No es cierto, no, que las procesiones, en Antequera, duren un rato.
Duran todo el año, pero de forma muy especial, empieza “esa” mañana. La mañana de la procesión los barrios blancos de Antequera se convierten en un ir y venir incesante de gentes apresuradas.
Las monjitas, se afanan, desde dentro, en tenerlo todo limpio como una patena. Llegarán pronto, impacientes, los primeros directivos que esa noche no durmieron, de nervios, de temor. Enseguida, llegan otros, y empiezan los últimos retoques al trono antes de que lleguen las “camareras” a dar esa su gracia final...
Para entonces, los hermanacos, habrán “amarrado” las almohadillas, que es una especie de rito secular, siempre el mismo, siempre el padre y el hijo, para acondicionar el peso grande del trono, con la amorosa suavidad “para que duela menos” de la almohadilla que prepararon madre, hermana, novia o esposa, o hija, -en el fondo, no son sino un nuevo paso de la mujer antequerana en lo que es su Semana Santa, la de Antequera- que cumplen así su ayuda para suavizar el peso profundo del trono a soportar.
Mientras se amarra, entre las bromas y alegrías de los “vecinos” del lugar, una mirada suplicante al Cristo o a la Virgen. O, por mejor decir, a “su Cristo” o “su Virgen”, que ese día y en ese lugar, van a ser más que nunca suyos, sólo suyos. Y se les dice en un instante, y se les implora y agradece, con mirada fija y trémula, balbuceantes, en un instante, todo aquello que imploramos o agradecimos, durante todo el año, a la foto guardada en la cartera, junto a la foto amada de la mujer amada, la de los padres que se fueron, cerquita mismo del corazón.
La Virgen, el Cristo, parecen devolver, a pesar de su fija mirada, su amorosa compresión. Se le sube entonces a uno algo, desde dentro hasta arriba, como nublando los ojos, como sobrecogiendo el ánimo, embargada la emoción... Y así, casi sin quererlo, ya está hecha la oración.
Esa mañana, el barrio se puebla de gentes; ese día, la iglesia la visitan más que nunca. Y se nota; se nota cuando acuden los cofrades a mostrar sus “tronos” a visitantes propios u ocasionales. ¿Puede ser la Virgen un trofeo? ¿Puede serlo, acaso, el Señor? ¡Pues sí, que lo son! Trofeos del amor a Maria y Jesús, ganados año a año; encarnaciones vivas, sublimes, de siglos de tradición; tablas a las que agarrarse, providencial ayuda, consuelo diario, socorro, paz, esperanza, consolación de nuestras vidas. Y es como si nuestras diarias súplicas se materializaran en las maravillas surgidas de amorosas manos de artistas, en la realización sublime de la inspiración fugaz de un gesto de dolor o compresión.
Y nos gusta enseñarlos. A la familia, a los amigos, a visitantes del momento... Damos detalles, contamos historias y milagros, hacemos tradición... Momento que repartimos año a año, recordando quizás a alguien que nos falta, que se fue cerca o lejos... o para siempre. Y es entonces cuando miramos a los ojos de la Virgen, del Señor, para que se ocupen de ellos, y ocupen ellos el hueco triste, profundo vacío, dolorido espacio, del corazón...
A mediodía se cierra la iglesia por fin. Costo trabajo. Que si el ocasional reportero que quiere tener “para el solito, tranquilo”, la celestial imagen y, cada año por la complaciente ventura del directivo cofrade, intenta sacarle este ángulo distinto, esa maravilla que en la placa no cabe; que si el que llegó de fuera tan a destiempo que no pudo... verla a tiempo... Se cierra el templo y se hace una quietud apenas rota por el temblor amarillento de la lamparilla o el musitar sosegado de la monjil oración.
Es la hora de la comida apresurada, de los nervios contenidos, del repetir, gesto a gesto lo que es una tradición.
Sobre la bordada colcha camera, extendida, preciada, preciosa, la túnica. ¡Qué más da que sea de bordados oros del hermano mayor, filigrana de lujo del campanillero, o la sobria y triste del penitente portador!. ¡Qué más da que sea ropa de hebrea o preciosa mantilla española! ¡Que más da, si todos irán en la procesión...!
El café, la copa y el puro... Y el recordar la tradición: “Pues yo recuerdo que en tiempos de mi abuelo...”. “Pues en casa de fulanito, recuerdo yo...”.Repasar fugaces de un tiempo, en una rápida vuelta al pasado que será al mismo tiempo una avanzadilla en el futuro...
Colocar pausado de la túnica, mirarse de veces mil, al espejo. Poner el pañuelo; colocar el cíngulo; depositar, con mimo el alfiler y el dejar, si acaso, furtivo, un beso... Que no, que no; que las procesiones de Antequera, no duran sólo un rato, que no...
Para ir por la novia, para salir con la mujer, para presumir, orgullosos de ellas, no basta con cualquier ropa, no. Hay que ponerse la mejor. Para sacar a la Virgen... no basta con ir y subir a por ella. Hay que llamar la atención, hay que anunciar a voces y a gritos, proclamar a los cuatro vientos, nuestro sentimiento, nuestro orgullo, nuestra emoción.
Hay que recorrer las calles y decir “¡que voy a por ella”!. Y eso con bandas de música flameando las banderas, henchidos pendones al viento... Con orgullo, levantando admiración: “Es que voy a por Ella. Es que la voy a llevar yo”. Es que llevo el puesto de mi padre, el que dejaré a mi hijo cuando no pueda yo. Es que es la más bonita, y esta tarde es tan mía, que la voy a llevar yo. Es que está encerrada todo el año, pero hoy la voy a sacar a la calle yo. Y va a ser la Dueña, la Reina y Señora... y la llevo yo.
¡Suenen agudos clarines!. ¡Rómpase el cielo del estridente son...!. ¡Hoy, hoy, sale mi Virgen... y la voy a llevar yo!
Bandas, estandartes, maceros, directivos, campanilleros, penitentes, hermanacos... Capas al viento, soles, marchar airoso, militar y ligero. Refulgir de estandartes... El “desfile”, la “armadilla” hacia el templo ya salió...
Delante de cada iglesia antequerana, hay una plaza antequerana. Quiero decir con esto, que no son plazas cualesquiera; son, antequeranas.
El verdor de las macetas, el limpio azul del despejado cielo, el blanco de las casas de al lado... Y la iglesia. Cobrizas, doradas piedras de siglos. Elevarse las torres al cielo, con broncíneas campanas tañendo, repicando, murmurando una oración; los juguetones chiquillos, la mocita y su amor. El puesto de baratijas. Tal vez un árbol... mil pajarillos, un perrillo... y una flor.
Pues a esta hora, no se cabe en la plaza. ¿Habrá tiempo de verla en la calle? ¡Pues no! Hay que verla salir, hay que verle la cara que ponga, cuando contemple a su pueblo rendido murmurando, entre vítores, ese grito hecho oración... Y no se cabe en la plaza. Se abren, lentos, muy lentos, los pesados portones, y, enseguida, un ¡oh! de admiración. Primero, los hermanacos, nerviosas horquillas al viento, que mil solícitas manos, primer gesto de cofrades futuros, sujetarán. Luego, los primeros varales, cimbreándose, gráciles, mecidos al viento, entre las bambalinas sonoras y sus mil brillos esparcidos hasta el último rincón. Ondulante. Suavecillo, el humo del cirio estrellándose por dentro de la tulipa, envolviendo a todos del aroma penetrante de la cera.
Se hizo el silencio en la plaza: se contiene la emoción, cuando parece que se va a caer, pero ¡cómo se va a caer!, y despacio, despacito, como movidos por la espuma, suben el poderoso trono, la delicada Virgen, buscando el cielo antequerano. Estalla entonces un cohete, y a veces la saeta. Suena la Marcha Real. Se abrazan los hermanos, se felicitan y una alegría de locura a todos embarga. Sonriente, poderosa, halagada, la Virgen María Santísima, escucha del hermanaco, su primera oración.
En la procesión, el penitente. Altos capirotes, hierática figura, andar lento y pausado, ceñida túnica, gráciles y airosas capas; sandalia fraileña o pies descalzos; manos cubiertas de suave cabritilla o sencillo algodón; fajin y cíngulo dorado a la cintura, o espeso esparto hasta casi el corazón... Tras su leve antifaz el penitente, se aísla del mundo exterior, al que se asomará sólo a través de la mirada baja de sus ojos, sus actitudes y, si habla, una oración. Cuando se observan las largas filas de penitentes, se pueden adivinar toda una serie de condicionamientos, que justifican el por qué se visten de nazarenos, que es tanto como decir que se revisten de Cristo.
Unos por tradición familiar, porque lo hizo su padre; otros por sentido penitencial de devoto cumplimiento de promesas... Cualquiera que sea su origen, el motivo, que le llevaron a la procesión, es claro, que durante ésta, cambia el hombre o la mujer que van por dentro; que al estar tan cerca de la Virgen o del Cristo de nuestros amores, se siente un pellizco, un enorme tirón y nadie sabrá cómo ni dónde, pero es cierto que ese hombre, esa mujer, serán otros cuando se desprendan del hábito, aunque lo haya llevado indignamente... En el mundo trepídente en que estamos inmersos, que nos aturde y nos embota, salir de penitente, origina un tremendo cansancio pero nos proporciona un oasis de paz... Se ve con una perspectiva muy distinta el entorno que nos rodea... Las miradas tendidas a Cristo o a María; el apretar, desde tras unos cristales de esa madre, a lo mejor soltera, abrazando fuerte a su hijo y pidiendo a Dios perdón con él; el silencio impuesto del momento, el musitar de una oración... Hay otra gente, claro, que ríe, que chilla, que, ajena a todo, viendo pasar la procesión, se le escapa Dios; o quienes braman, y gritan y ríen y se insolentan... ¡Les perdone Dios!. Cuestión de años. También hay gente que pasa ajena a las flores y no cae en su belleza, ni llega a percibir su olor. Cuestión de años, ¡Les perdone Dios! Cuando regrese a su casa, el penitente, que habrá sacado fuerzas para abrazar al hijo amado, para estrujar en sus brazos más fuerte que nunca –misterio de los misterios, sólo Dios sabe por qué- queriendo entonces más que nunca a su amor, sabrá el penitente que ha hecho nada menos que penitencia, por él, por sus seres queridos, pero también por el agnóstico del barrio, por el indiferente, por aquel que abiertamente combate a Dios. La penitencia cubre a todos y a todos constará, haber escuchado, desde la acera, una oración...
Silencio en la noche estrellada; rumor de oraciones quedas.
No es cierto que las procesiones en Antequera duren un rato.
Se hace eterno el caminar lento, acompasado; se escucha el arrastrar de la horquilla sobre el tibio suelo mojado... Un pasito, y otro y otro y más. Poco a poco, la procesión, llega hasta el Hospital...
¡Hermanacos!. Paradme por Dios a la Virgen que yo la quiero rezar, hermanacos.
Me va a escuchar, Señora. Te lo pido de rodillas. Me vas a escuchar, María, mi madre, dueña y señora. Madre mía: ya lo sabes. Ahí dentro la tengo. En la cama. Y se me va, Madre mía, se me va. Tú ya sabes lo que es eso. Vivir no puedo. Morir, quisiera. No me queda ya, ni una sola lágrima dentro. Ahí está, y no me ve, y casi no me mira. Y no me habla. Le aprieto la mano y la siento y creo que me siente. Ni fuerzas para tocarme tiene, Madre mía. Ni casi calor. Resbaló al suelo una lágrima de sus ojos cerrados, que al suelo yo le robé. Suspira de vez en cuando, pero ni mirarme puede, Señora.
Tú sabes lo que es eso. Tú sabes que es mi guía. Tú lo sabes, Alma mía. Anda, Mujer, déjamela. No te la lleves, bien mío. Sin ella me falta el aire, y no vivo, y no respiro, y sin morirme me muero. Ahí la tengo. Ya sabes. ¡Socórreme Señora! Te lo pido por tu Hijo. Anda y déjala conmigo, no te la lleves tan pronto. Mira... ¿Qué quieres? Me voy tras ti.
Se hace un silencio de muerte. Por un instante parece como que a la Virgen, le resbala, sutil, una lágrima. Quedó el hombre, brazos abiertos, lloroso, mirando esa cara sonrosada, esa cara inmaculada, que le devuelve, hecha favor, la plegaria...
Mientras, la procesión, sigue lenta, muy lenta, su marcha. No es cierto que las procesiones en Antequera, duren un rato, no.
Discurre la procesión por las calles; aquí la saluda una campana, allá una flor, allí una saeta, aquí una oración. Discurre, lenta, por las calles, la procesión
Doloridos los músculos, fallan. Es largo y duro el camino. Sobre el asfalto, alguna vez, el pie resbala. Se duda, pero se aguanta. Tres veces en el camino, nos apretó el brazo una femenina mano y mil veces una mirada. Eran fuerzas transfundidas, era el aliento amado que nos animaba; era la mirada llena de orgullo de la amada, empujando con mimo y alentando el alma. Hay que seguir, y seguimos. Como si nada, que no es el gesto de dolor ni de cansancio; es la emocionada respuesta de alegría, el orgullo legítimo de llevar a nuestra Virgen, cuesta arriba, a su morada.
Y llega “la Vega”.
De vez en cuando, oportuna, una ráfaga de viento frío nos alivia. Es un cuchillo de aire que devuelve el aliento y conforta el alma.
Pesa, más, cuando fallan las fuerzas, se mira hacia arriba, hacia Ella, y vuelven de nuevo las fuerzas. Y, juntos su mirada y el aliento, juntos su mimo y dolor, obran milagros.
No es cierto que las procesiones duren un rato en Antequera. Porque ahora, hay que encerrarla. Y llorará la gente como nunca, porque el año que viene, quién sabe donde estaremos. Y se musitan oraciones, y se acompaña con la mirada, cuando, sobre el suelo, los hermanacos, poquito a poco, meten el trono dentro. Cuando repose sobre los borriquetes, estallará una ovación, seguirá una oración y luego el amoroso despojo buscando tener, para siempre, ese clavel que tuvo Ella a sus pies. Y, tras la salve, y los abrazos, y el reparto de las flores, y el gracias a Dios que no paso nada, los cofrades empezarán a pensar en el año que viene... Porque, ¿saben? Las procesiones, en Antequera, no duran un rato. LAS PROCESIONES.
DOMINGO DE RAMOS: LA POLLINICA.
Rubio color de la palma verde plateado de olivares ya los “pollinicos” del alma recorriendo van las calles.
Domingo de Ramos. Tierna algarabía juvenil. Con sentido. Tiene su explicación como todo esta vida... El niño, de chico, aprendió a amar, desde la acera, lo que es la procesión. Les asustaron los capuces penitentes, le maravillaron los brillos sin fin de los estandartes: le atrajo, aún sin saber por qué, esa cara dulce de María; le impresionó la dureza cruel del sayón y la cara paciente de Jesús... Tan profundo llega, sin saber nadie por qué, ese mensaje al alma, que reacciona imprevisible desde niño.
Al bueno de Don Antonio, el santo vicario, pongo por testigo. Y a quienes estaban a su lado aquel domingo del año, delante de la tumba del alcaide primero que tuvo Antequera. Tras el padrenuestro, instantes antes de la comunión, el bueno de Don Antonio se dirige a los fieles: "La paz, sea con vosotros. Daos fraternalmente la paz". No “había terminado aun de decirlo, cuando un chiquillo, apenas tres o cuatro años, ensortijados y tirando a rubios cabellos, le corta y grita: ¡La Paz, no; a mi, el Socorro!”.
Tan profundo llega, sin saber nadie por qué, ese mensaje al alma. Aún tan chicos.
Pues los niños antequeranos, las niñas, pueden por fin no ver la procesión, sino ser la procesión. Domingo de Ramos. Nervioso primer paso de cofrades. Inquietas voluntades firmes. Mirar dichosos de padres. Luces, campanas, perfume de flor en las calles... Jesús en el borriquillo, y como en las de Antequera, las madres sujetan a sus hijos, y miran arrobadas a Dios hecho hombre. Ese mismo Dios hombre que luego sudará sangre de pesar y de temor... presagio firme del más fuerte dolor. Y detrás la Esperanza, fina, grácil, verde manto, tierna mirada, y en las manitas finas, una ramita de olivo, temblando, emocionada...
Bajo el Arco de calle Nueva, nardo y hierbabuena. La Virgen está. Esperanza que ríe su pena, morena, Niña de gracia llena... azucena, bajo el Arco de calle Nueva la Virgen bonita está...
Y la procesión alegre, colorida, brillante, emotiva, sigue su marcha y...
Dorado color de la palma, verde plateado de olivares, los pollinicos del alma, recorriendo van las calles...
LUNES SANTO: ESTUDIANTES.
Tras darnos a todos su Sangre, ante la mirada triste de la Virgen al pie de la Vera Cruz, es crucificado Jesús.
Me dijo una vez un médico, que en una persona colgada por ambas muñecas, la sangre se acumula en la parte baja del cuerpo; al cabo de unas horas, la presión arterial decae y el número de pulsaciones aumenta al doble; la sangre llega al corazón en cantidad insuficiente. Se pierde el conocimiento y sobreviene el colapso. Pero antes, sin querer casi, el cuerpo se apoya en los pies clavados y, aún a costa de un terrible dolor, se aspira el aire. Esa operación es una pura agonía porque ese esfuerzo repercute en las muñecas clavadas y la respiración, acelerada, supone un carrusel de angustias y de torturas. El corazón, entonces, desfallece. Las venas se encharcan. Los músculos se contraen. El cerebro y las meninges, se hartan de sangre venosa y estalla un implacable dolor de cabeza. La vista falla. El oxígeno al faltar, nubla la vista. Las figuras que hay delante, se hacen imprecisas. Aparece el sudor y un progresivo sofocamiento. Una sed irrefrenable acartona la lengua y los labios. (Pidió agua y le dieron vinagre y hiel). Surgen los calambres y accesos paroxísticos ininterrumpidos... hasta que el corazón, para. Dura la figura, verde la color, ¡Y dicen los ignorantes, que no es hermoso el rostro, del Cristo de los Estudiantes...!.
Imponente masa. Cofrade fervor estudiante. Prietas las filas. Fervor gigante. Dulce sonrisa. Blanco pañuelo.
San Francisco, acompasado marchar, que rompe una golondrina en su vuelo... Dulce Jesús Nazareno de la Sangre. Y a los pies del Verde Cristo, una oración apenas musitada con la tierna ingenuidad del Estudiante...
¡Me quiere, Cristo, me quiere! Me quiere... ¿verdad Jesús? Me ha mirado, me ha sonreído al alma... Por ella llevo tu peso por ella vivo y no puedo... ¡Me quiere, Cristo, me quiere! e quiere Cristo, me quiere... Me quiere... ¿verdad Jesús? ¡Dí que lo has visto tú...!
Y siguen los estudiantes, acompasado el paso, firme la mirada pura sonrisa en flor, como saliendo del alma... Estudiantes, fuerza loca de juventud, limpia alegría del alma, alegría del futuro, esperanza del mañana... Sigue tu paso, Estudiante. Confíate en Jesús... Y detrás la Madre bendita de la Vera Cruz... Para comprender lo que te dice la Virgen de la Vera Cruz, hay que saber los que es llorar. Tienes que haber pasado por uno de esos momentos, en que rota el alma, alguien, quien sea, viendo tu dolor, te quiere calmar. “No llores”, mientras te atormenta el alma, por el dolor de quien se fue para no volver, o la impotencia ante el hijo enfermo, o esas veces que te estalla el alma y se te hace llanto... sin poderlo ni aguantar...
Y siguen los Estudiantes, acompasado el paso, firme la mirada pura sonrisa en flor, como saliendo del alma...
MARTES SANTO: EL RESCATE.
Puesta del sol. La Trinidad. Senderos del campo que hasta Antequera llegan. Negras mantillas. Mil penitentes. Morada túnica. Azul de palio. Azul la cruz y roja. Túnica blanca cual sudario...
¿A quién llama ese agua que, cantarina, de la fuente cae? ¿A quién llama esa campana, que, nerviosa, tañe y tañe?. ¿A dónde va esa paloma que de la alta torre sale?. ¿A dónde ese suplicio que el alma no puede evitar escape? ¿A dónde va la mirada triste del Cristo, de mi señor del Rescate? ¿Adónde?. ¿Alguien lo sabe?
Porterías. Y la Vega. Y ese gigante, tierno infante, que se asoma alborozado, pues le sujeta su madre. Y ese inválido que llora, ante el Cristo del Rescate.
La Vega, una saeta. San Luis e Infante. El recuerdo de los Cruces. Calle Lucena arriba, va el Cristo del Rescate. Mantillas, mil penitentes, locas campanas al vuelo, bengalas... Cruz Blanca. Un gentío. Una saeta y mil recuerdos de la gente que, en su espera, reza al Cristo del Rescate, por la Niña de Antequera.
Y Cristo, manos atadas, de amor cautivo, mirando... ¿Adónde?. ¿Alguien lo sabe?
Tiene baja la mirada, la Virgen de la Piedad. ¡Piedad madre mía, Piedad!. Que en la casa de Pilatos, siete fueron los puñales que en tu corazón clavamos. “Adivina quien te pega” le decían unos malvados. Y no había en su corazón, ni piedad ni razón, y de espinas lo coronaron... ¡Piedad, madre mía, Piedad!.
MIÉRCOLES SANTO: MAYOR DOLOR.
Varón de Dolores y de Dios. Mayor Dolor. Cristo del Mayor Dolor. ¿Qué honduras teológicas no derrochó Antequera, para escoger tu nombre?. Cristo del Mayor Dolor.
Negra noche, negra túnica. Áspero sacrificio de esparto. Cruel silencio. Penitencia y oración. Jesús sublime. Dorado trono. Cruel sayón. Paciente mirada. Mano que se tiende... a quien aceptar quiera esa mirada.
Silencio en la noche. Dolor en el alma. Filas largas de oración. Y una saeta que exclama. Calles quietas que asisten, acongojadas. Silencio en la noche. Dolor mayor en el alma. Blanca la luna mira, en la fría madrugada. Silencio en la noche. Dolor mayor en el alma...
Y va delante el Hijo. Un impío sayón le azota. De sus sacra carnes resbaló, ligero, el paño que, de mofa, le dieron por real manto. Jesús tiende la mano para cogerlo. Le empuja, y cae...
En su mirada, dolor y tristeza tantos, que traspasan el alma. Y detrás va María, que mira y clama al cielo, impotente: ¿Por qué, mi Dios? ¿Mi Dios, por qué... este Mayor Dolor?.
Para aliviarle, mi Virgen, por tí llora, a tu paso, hasta el ángel de los vientos antequeranos...
JUEVES SANTO: EL CONSUELO. LOS DOLORES.
Se recorta dorada la silueta del templo viejo de San Pedro, en el azul purísimo del cielo.
Fuertes hombros, recias manos, voluntades firmes de los hombres de campo y pueblo.
Sale pronto el Señor, abiertos en gesto de amor sus brazos. Y luego, la Virgen del Consuelo... ¡Ay que quiero, pero no puedo!. ¡Ay quién pudiera en un vuelo, quitar esas lágrimas de duelo, a mi Virgen del Consuelo!. ¡Ay que quiero, pero no puedo!. ¡Mira que lo estoy intentando!. ¡Mira que me están matando...!. ¡Ay quién pudiera en un vuelo, quitar esas lágrimas que, asomando, llenan la carita de duelo, a mi Virgen del Consuelo!.
Belén. Templo precioso que se recorta en el precioso azul del cielo. Blancas calles, pinas cuestas, siglos de años de historia prendida en sus vuelos.
Precioso templo Belén, precioso templo San Pedro, Hermanadas Cofradías que juntas avanzan entre el pueblo.
Sale primero Jesús, atado a la columna. Y luego el Señor Caído, mano apoyada en el suelo...
Llora que llora la Virgen, llora que llora su pena, por ver al Hijo que cae, bajo el peso de la cruz. De dolor su alma se llena, pero ella no puede ayudarle... ¿Por qué no le ayudas tú?. Brilla triste la luna llena. Negro silencio en la noche, corre un viento negro que hiela... ¿Por qué no le ayudas tú?.
Y la Virgen blanca de los Dolores. Alma de dolor traspasada. Lágrimas cayendo a raudales por su carita de pena. Negro palio, y en medio, Ella. Suave, sutil, ligera... Bella entre las bellas. Manitas doloridas, claman tendidas al aire. Cuando se ha sufrido mucho, cuando se ha sufrido tanto, que se pierden hasta las fuerzas; cuando se quedan secas las cuencas de tanto llorar y padecer tanto; cuando da igual lo que pase y nos acercamos a saber por qué, cuando el dolor nos deja lacios, se nos va la cabeza a un lado. Y vamos como indolentes, sin saber ni a dónde, ni a qué, ni cómo, ni cuándo... La Virgen de los Dolores, llora despacio se pena y camina lento, despacio, de Belén hasta el Calvario, ese camino tan corto y, sin embargo, ahora, tan largo.
EL ENCUENTRO.
¡Si sabré yo que Virgen no hay más que una...!. ¡Claro, por Dios!. Pero... el Jueves Santo, en Antequera hay dos.
Baja presurosa la del Consuelo, hasta la Vega asomarse y sobre la vega extender su mirada... para bendecir los campos, del buen labrador, del hortelano recio que la lleva hasta allí para que hasta allí vaya...
Al grito de ¡a la Vega! sube la Virgen del Consuelo, que la espera los Dolores arriba en la Cruz Blanca. Hay silencio contenido; hay emoción en las miradas; hay... fervor y oración y saeta y marcha. Y campanas rotas al vuelo de la fría madrugada. Y una y dos y cien y mil luces de bengala... Lo invade todo una atmósfera cargada... “Que viva la del Consuelo”, grita una voz servita. “Que viva la de los Dolores” potente otra voz estalla...
Y al grito de los Dolores y el Consuelo, el Consuelo y los Dolores, hasta arriba de Lucena, la flor de San Pedro llega. Parece que van a chocar los tronos, de tan cerca que los paran. Y entonces, cuando suena milagrosa una campana, el palio del Consuelo grana, parece que quiere echarse a volar... Las doradas bambalinas, tintinean sin cesar. Los cirios alargan su llama. Lloran los corazones y grita desde lo hondo el alma. “Que viva la del Consuelo” gritan mil voces servitas... “Que viva la de los Dolores”, potente otras mil voces claman... Y mecen una Virgen, y la otra al compás la bailan... Y juntas hasta San Pedro enfilan para su pena llevar a medias, para reinar a medias en la Plaza...
Ante el triunfo, se acercan tan cara a cara, como si fueran a darse un beso... Y se cruzan los abrazos, y lloran los fuertes hombres, y se oyen mil plegarias, y las campanas enloquecen, y mil saetas brillantes levantan su vuelo al cielo... Y no se cabe en la plaza. Y le tienden los brazos al trono y “Viva mi Virgen bonita” y “Virgen cuanto te quiero”.
Y entre el bullicio enorme, entre el griterío hecho rezo, parece escucharse muy quedo... “Hasta el año que viene, Dolores”... “Hasta el año que viene, Consuelo”...
VIERNES SANTO. LA PAZ Y EL SOCORRO. LA SOLEDAD.
Si sabré ya que Virgen no hay más que una... Pues el Viernes Santo, Antequera, tiene tres. De Santo Domingo, sale la Paz; la Soledad del Carmen, de Jesús del Portichuelo, sale, ¡ay! mi Socorro.
Delante de la Paz, la imagen del nombre más dulce de Cristo. Apenas sale, entre el gentío, recomienda un veterano...
Hermanaco: Lleva despacio al Dulce Nombre de Jesús... que va tirando por ti, de esa pasada cruz... Que no le roce ni el aire que se mece por las ramas, porque dilatar pudiera el manantial de sus llagas. Ni la ráfaga de luz, con su tacto de azahar, ni el suspiro del naranjo, cuando lo vayas a sacar, hermanaco. Ni el clavel de una ventana, ni el geranio del balcón; ni el cuchillo de la noche, ni el reflejo del farol... Ni la música siquiera de la saeta que clama, ni el Padrenuestro que vibra en la sedienta garganta, ni el brillo del lucero, ni el azogue de la estrella, ni el trepidar tan siquiera de tu paso, hermanaco. Que no rocen a Jesús, ni el hálito del candor, ni el pétalo de la brisa... ¡Mira, mira, que va tirando por tí de esa pesada cruz!.
Primorosa estampa la de Jesús recortando en el puro azul del cielo. Cristo crucificado, que sale luego...
¡Mira, hijo, mira! Le dice al niño su abuelo... Y se le escapa un suspiro profundo de lo más hondo del pecho; por la puerta grande de Santo Domingo, que es como si fuera la puerta del cielo, radiante saliendo está, la Virgen Azul de la Paz...
¡Tanto tiempo esperándola en la calle y tan cortito el paseo...! Unas horas apenas son, que al barrio se le hacen ciento... Ha hecho la procesión, y vuelve, radiante la Paz al templo... Se encara la cuesta. Los tambores abren paso entre la multitud. Sacuden al aire las bengalas. Se encara la cuesta, digo, y más que andar se corre, y más que correr se vuela, y más que volar es como si los ángeles todos del cielo, tiraran del pesado trono... Cuesta trabajo el andar, y el hermanaco, encorvada de peso la espalda, perdida la mirada, piensa y piensa, entre cada paso que da... "Este por mi mujer; y éste por mi madre; y éste por mi padre; y éste por los niños; y éste por la niña; y éste por los novios; y éste por la gente, y...¡esto que se acaba! Y éste por mi gente, y éste por mis muertos, y éste por mi tierra, y éste, y éste...
Y cada paso que da es una zancada que lleva en volandas a la Virgen, entre vítores y requiebros, entre saetas y piropos de “Paz, so guapa”; y lucen las bengalas apagando las estrellas; y en medio del enfervorecido mar, sacudida, estremecida, de tanto amor idolatrada, orgullosa, primorosa, ruborosa, resplandeciente, airosa, pletórica, divina, agradecida, feliz entre su gente, la Virgen de la Paz camina.
Placita del Portichuelo. Pórtico bello del cielo. Allá al fondo, el Tocal antequerano; delante el Castillo primero romano, luego musulmán, luego cristiano, guardan celosos el más rico tesoro, a mi Virgen del Socorro.
Blancas paredes, cielo azul, negra veleta, delicada espadaña, doradas campanas, y en la placita... ¡media España!. Sale primero la Cruz; el Jesús Nazareno, luego, y luego... ¡A ver hermanos!. Primero a los brazos, y muy despacito, hacia fuera, a pulso, como los machos. Despacito, muy despacio, que no se mueva una vela. Así, así, hermanos. ¡Cuidado con el escalón!. La vamos a dejar en el suelo. A ver esos tíos grandes. La sacamos a pulso, despacito, muy despacio... que no se mueva una vela... ¿Estamos listos?. Pues, por Dios, con cuidado, hermanos, que no se note ni la brisa, despacio, muy despacio, ¡vamos al cielo con Ella!.
Doradas peanas, olorosas flores, refulgentes candelabros, erguidos varales, toldillas llena de flecos, bambalinas cimbreantes, áureo palio, recamado manto y, entre todo, de en medio, refulgente, majestuosa, poderosa, complaciente, orgullosa, exultante, dolorosa, impresionante, omnipotente, hermosa... cual la rosa, Ella.
Masa compacta que impone, en la fuerza de sus hermanacos. Recias gentes de la tierra, paseando un cachito vivo del cielo. Recorre el trono las calles, imponente... hasta volver luego al Portichuelo...
La pina cuesta se achica; el camino largo se acorta; la fe empuja; la tradición resucita. Y sin que nadie sepa de dónde, surgen las fuerzas. Que sí, que sí que se sabe. Son los hermanacos de hace diez, veinte, cien años o dos centurias, los que bajan ese día desde su puesto del cielo, a echar una mano poderosa a los hermanos, para llevarla a Ella. Y no son cincuenta, ni ochenta, ni cien, ni mil. Es todo el pueblo quien la lleva; es supremo el sacrificio, el postrer esfuerzo por Ella. Es la tradición repetida. Es un misterio, un encanto, un milagro, un ensueño, una ilusión. Es, decirle a la Virgen, como la quiere Antequera. Es, hermanos... ¡una vega!.
Y, tras la vega un penitente que implora...
He ido detrás de ti, Señora, esta madrugada. He ido de penitente, llevando la cruz en mi alma... Iba delante la cera, que el rostro te iluminaba. Delante claveles blancos, que tu cara perfumaban... Delante iba la brisa, refrescándote la cara. Iba delante la estrella, delante la flor del alba. Y fue delante la luna, fue delante la mañana. Y delante las saetas que a porfía te cantaban. Iba delante un lucero, anunciando un sol en llamas... Delante una bambalina, delante velas rosadas... Y la luz iba delante, con un color de esperanza... Delante los candelabros, con sus piropos de plata... Iba delante el incienso, perfumándote la saya... Y delante tu pañuelo para secar tus pestañas... Y fue delante Antequera, y el Portichuelo que te aclama. Todos gozando la luz, todos gozando la gracia, todos gozando la gloria, de poderte ver la cara... Y yo, Señora, detrás, con mi cruz en el alma... Y no me pesó esa cruz, ni me hundió la madrugada. ni el cansancio de la noche, ni los cuchillos del alba. que me hundió el ir detrás... ¡sin poderte ver la cara!.
El Carmen. Maravilla del Barroco. Estampa que se asoma al río de la Villa... un poco. Cerros de mi Antequera, telón de la figura de un paisaje tosco... El Santo Entierro. La Soledad, llorosa...
Le bastará a la Virgen con el manto de las flores, la luz de los faroles, el adorno de las oraciones y la música de las plegarias. Pero no lo quiere su pueblo.
La Virgen, “mi Virgen, llora la muerte del Hijo que todo lo diera por mí"
Lleva en su pecho, clavada, punzante la daga del dolor. ¿Cómo puedo quitarle yo, remotamente siquiera, una brizna de dolor? Ha de llevar el puñal... que lo lleve, pero sea de piedras preciosas, de oro y plata... que eso si puedo yo. Lleve por manto las estrellas, por palio el cielo antequerano...
Pero no, además, hagámoslo de terciopelos y bordados, de pedrerías finas, reunidas con fervor en tradiciones de siglos y legado de ancestros, que, eso, sí puedo yo.
Denle en el rostro mil luces, refléjelas en su pueblo, que no vea ella la Soledad de su dolor... que, eso, sí puedo yo. Que si, que ya lo sé, no necesita oros para estar bella, que le basta la belleza que Dios le dio. Soledad, no necesita palio, que la cubre mi fervor... Soledad, no necesitas flores, ni luces, ni mantos, ni piedras preciosas, que le basta la oración. Pero... Es que es mi Madre y para mi Madre lo quiero todo, que eso, si puedo yo.
¿Lo entiendes tú, Virgen mía? ¿Me perdonas, me comprendes? Mitigar tu dolor ¡quien pudiera! ¿Cómo osarlo yo? Hacerte olvidar a tu Hijo muerto por mí... ¡cómo ni pensarlo siquiera yo! Admite, entonces, por Dios, bien mío, estas flores, este manto, este palio, este adorno, esa flor, esa luz y mi oración... que, eso, Soledad, si puedo yo...
Te decía Antequera, que el último día, lo negro se vuelve grana; lo triste, alegre explosión...; la pena, lo consentimiento de alegría... De San Agustín, tras vencer a la muerte, Jesús Resucitado, triunfante, recorre Antequera en procesión. Campanilleros a montones, alegres colores de túnicas que tristes ayer fueron; repicar gozoso de campanas; sol dorado brillando allá en el cielo... Una mantilla, quince guiones... En Jesús Resucitado, participan todas las procesiones, que, el último día, tras los blancos y verdes y morados; tras los verdes; tras los azul y grana; tras los rojos, oro y blanco; tras los negros y los blancos; tras los morados y más morados y el raso azul y oro y blanco, tras los negros... los mil colores del arco iris, van rebotando desde San Agustín, al angelote, para que éste, solícito, proclame, espadaña a espadaña, campanario a campanario, la gozosa noticia que espera, entera toda en la calle, Antequera: ¡aleluya! Jesús ha resucitado. Venció la vida a la muerte, ¡aleluya, aleluya!.
Algo se le queda atrás al Pregonero. El “otro” encuentro en el corazón más corazón de Antequera. Plaza de San Sebastián. Imagen viva de siglos pasados. Allá arriba el Reloj. Detrás el Torcal. A un lado la torre ochava; en el centro renacentista fuente y, el bello arco nazareno enfrente...
Más Antequera imposible, y allí se cita Antequera.
Llega primero el Dulce Nombre poderoso; le sigue el Cristo muerto, generoso. Y luego, grácil y bella, la Virgen de la Paz.
Llega enseguida la Cruz. Y luego el Cirineo. Y ya no se cabe en la Plaza. Apretujada la gente, se arracima en la fuente, para ver al Socorro llegar... Portento de los portentos: maravillas ricas de Antequera... Describir ese momento, ¡Dios! ¡quién pudiera!. Se va acercando, Socorro bella, y la Paz, dulce, se acerca también a ella.
Despacito y a compás, los fuertes hermanacos, acercan a la Plaza su tesoro, mientras, firmes, poderosos hermanacos, acercan la Paz al Socorro...
En cada barrio, en cada calle, hacendosas vecinas, cuidan con mimo de que resplandezca su casa; que si blanqueo por fuera; que si el repaso por dentro; que si pintar, con mimo el pie de la pared que se une con la acera, gastando cuidado, mucho cuidado, para que ni una chispa de líquido cementillo, manche la nívea blancura de la cal o el pie de zócalo. Saben las buenas vecinas de los barrios de Antequera, que aquella calle, a lo mejor olvidada y silenciosa durante el año, se va a convertir en un jubileo. Y tiene su casa que estar la más limpia; la mejor adornada. Y se sacan macetas al balcón o al cierro para adornarlos más... Por tu Amor Antequera.
El buen amigo herrero, el carpintero de siempre, sacaron de su largo silencio, las pesadas andas, los grandes tronos. Que si repasar el desconchon -¡ay los años que no perdonan!- De la esquina aquella; que si un toque de purpurina por aquí o de dorado por allá; que si sacar mil relucientes brillos de soles y estrellas mil a las mil tulipas de frágil cristal. Y desplegar con arrobo, con pasión, con temor y con misterio, delicado, el precioso manto, recuerdo de siglos, muestra de pedrerías, maravilla de bordados, llevando presa en cada puntada, una parte de amor a María. De tu Amor, Antequera.
Y suspirar cuando, disputándose el privilegio, amorosas, fuertes manos sujetan la imagen para colocarla, despacito, en su peana. Mientras, voluntarios cofrades irán a las monjitas de siempre y desembalarán las penitentes túnicas; en casa del hermano mayor, se repasará con cuidado esa joya de la tradición semanasantera antequerana, zurciendo, fileteando, dejando el amor de esposa o madre, en la preciada túnica.
Sucede, Antequera, que ha llegado la Semana Santa. Sucede que, por tu Amor, Antequera, legiones de hermanacos, centurias de cofrades, penitentes a millares -¿o es que no son millares los del Rescate o el Mayor Dolor, precursores en el tiempo de lo que será, allá por mayo, la procesión penitente del Señor de la Salud y de las Aguas?- se ponen en marcha para vivir contigo y por tu Amor, Antequera, lo que, es tu Semana Santa. Que no es ni mejor, ni peor; es la tuya. Y va a pensar en la Pasión de Cristo, y lo hará, recorriendo con Cristo tus calles; y va a acompañar en su dolor a María y va a hacerlo, con ella por tus cuestas. Por tu Amor, Antequera.
Y va a correr la Vega, y va a cantar saetas, y va a llorar en la calle y va a pedir por tu Amor, Antequera, y va a ser la ofrenda viva que tu Amor, Antequera, haga a Cristo y a su Madre.
Por su Amor, Antequera, tú Agrupación de Cofradías no perdió sí que ganó horas removiendo del corazón de los antequeranos cofrades, esa semilla que nos dejó nuestra madre –en el fondo, tú, Antequera- para pensar, en las calles, lo que es Dios, lo que hizo Cristo, lo que sufrió María.
Por tu Amor, Antequera. Pero Antequera toda: la que viene a los pregones, la de esa gente sencilla que pueblan sus barrios y viven sus calles y sólo saben de estas cosas, que Cristo murió por ellos y por ellos llora su Madre.
La Antequera de los ausentes, queridos paisanos, que gastan su memoria de tanto recordarla en sus calles, en sus recoletas plazas, en sus pinas cuestas, en sus valles... Esos antequeranos ausentes que quizás sólo sigan viviendo... por tu Amor, Antequera.
La Antequera de los que se fueron, pero seguro que aún estando tan alto, vuelven fijos estos días, para confundirse sus ojos en la noche estrellada, para mezclarse con el parpadear de las estrellas y dejar caer, en las fría madrugada, frías gotas de rocío, que no son sino alguna lágrima escapada... porque aún estando donde están, siguen llorando por tí, por tu Amor, Antequera.
Antequera, Antequera, Antequera... Por tu Amor, Antequera, preparamos todo como siempre, pero esta vez, más. Y porque no queremos que la imagen que recorra tus calles sea sólo imagen de Dolor, en llegando el último día, iremos con Cristo Jesús Resucitado por tus calles, para llenar ellas del mensaje de Paz, de Bien, de Fe, Esperanza y Caridad, del Cristo que vence a la Muerte. Por tu Amor, Antequera, por el que te tiene una, dos... todas tus Cofradías y, por ellas, su Agrupación.
Quieren volar los palios; se estremecen los varales... Surgen lágrimas mil, a raudales... Casi se nubla la vista... Meciéndose a compás, entran las dos en la plaza, entre vítores del pueblo... ¡Viva la Virgen de la Paz!. Rompe una voz al cielo... ¡Viva la del Socorro!. Responde otra voz luego... Siglos y siglos juntos; hermandad cofrade a fuego... ¡Viva la Virgen de la Paz!, clama una voz al cielo... ¡Que viva la del Socorro!, responde otra luego... ¡Dios! quisiera yo describir ese instante, pero no puedo... Se acercan, se separan, parece que casi se besan, de tan cerca estar sus caras...
Se entremezclan los hermanos, enloquecen las campanas, se abre un poco el cielo: al Mudo, Dolorcitas, Madre Carmen, se les escapa una lágrima y... ese blanco pañuelo.
Permitid al Pregonero, que coja al aire ese pañuelo, y lo muestre alborozado...
Fíjate si será grande, toda entera, que hasta en el cielo se sigue, la Semana Santa de Antequera.
He dicho. |